UNA EPOPEYA MODERNA
Esta mañana me he levantado temprano con la
intención de escribir. Había amanecido un día agradable, fresco y luminoso. Mis
horas de sueño habían sido las suficientes para sentirme en plena forma. Los
árboles que se vislumbran desde mi ventana erguían sus frondosas copas sobre un
cielo resplandeciente. Momentos como este que describo están plagados de
gozosas expectativas para quien se dedica a la escritura.
Entonces sucedió. En una esquina de la pantalla
de mi ordenador apareció el aviso de un mensaje nuevo. Intenté no mirarlo,
previendo alguna dificultad, pero unas siglas amenazadoras prendieron mi
atención de inmediato: FNMT. El remitente del correo era la Fábrica Nacional de
Moneda y Timbre y el mensaje me informaba de la cercana caducidad de mi
certificado digital. Se me daba, además, la opción de renovarlo vía telemática,
lo cual me evitaría hacer cola en alguna oficina con toda probabilidad
atestada. Me dispuse, pues, a solucionar el problema de inmediato. Solo me iba
a robar unos minutos, pensé.
Abrí el navegador que utilizo habitualmente. Ya
el término “navegador” me estaba situando en un contexto de travesías y viajes
azarosos, pero en ese momento no supe verlo. Pulsé el enlace azul que aparecía
en el correo, con el prometedor título Renovación del certificado. Pero
este primer viaje se vio frustrado antes de empezar. Una ventana emergente me
informó de que no estaba siguiendo las instrucciones (era verdad: ni siquiera
las había leído) y estaba utilizando un navegador “no soportado”. Meditando
sobre la curiosa naturaleza de esta expresión, me dispuse a abrir otro navegador.
Ahí empezó la segunda travesía.
En este caso, mi nave llegó a zarpar. Esquivó
incluso algunos escollos y arrecifes antes de encallar sin remedio. He de decir
en mi descargo que no desempeñé del todo mal mi labor de timonel. Leí
atentamente las instrucciones (esta vez sí) y llevé a cabo todas las maniobras
que se me recomendaban. Para ello tuve que adentrarme en los entresijos de la
configuración de Internet y hollar territorios poco habituales, con frecuencia
subrayados con adjetivos de misteriosas resonancias, como cifrado o encriptado.
A esas alturas ―deformación de filóloga― me venía una y otra vez a la cabeza la
imagen del mítico Odiseo surcando los mares y enfrentándose a mil peligros.
Este recuerdo amenizó bastante la premiosa tarea de abrir ventanas y
seleccionar casillas: cada vez que apretaba el botón izquierdo del ratón,
pensaba que estaba venciendo a Polifemo, a las sirenas o a Circe. La tarea
avanzaba viento en popa y llegué a poder solicitar la renovación del
certificado. Ante mí se extendió un formulario con mis datos que solo tenía que
comprobar y firmar digitalmente. Pulsé el botón. No sucedió nada. Volví a
pulsar. La pantalla de mi ordenador permanecía inmutable. Mi barco se había
quedado atascado y yo no era capaz de desencallarlo.
Abrí el último navegador. Tercera travesía. A
esas alturas, iba yo pensando a qué dios de los océanos de Internet habría
ofendido para que se me impidiera de esa forma llegar a mi destino. Repetí las
maniobras del viaje anterior. Cuando llegué al punto que había truncado mi
viaje, se abrió una ventana que me informó de lo que debía hacer a
continuación. Pensé: He encontrado a Tiresias. Gracias a Dios. El
adivino ciego que, al parecer, habita en este tercer navegador, me reveló la
solución a mis problemas. Si quería llegar a buen puerto, debía descargarme una
aplicación para validar documentos electrónicamente que responde al nombre de @Firma.
Así son las epopeyas modernas: los seres protectores que acuden en ayuda de la
heroína no tienen alas en el casco y las sandalias, sino que se identifican con
una orgullosa arroba. Descargué la
aplicación. La instalé. @Firma respondió a mi llamada con la misma celeridad
que el divino Hermes. Volví a verme frente al formulario que debía validar,
como al final del segundo viaje. Respiré hondo. Estaba frente a las costas de
Ítaca. Pulsé la fatídica casilla. Una ventana emergente me informó de que mi
certificado se había renovado con éxito. Fin de la travesía.
Han pasado un par de horas ―las epopeyas
modernas son así, aceleradas y efímeras― y me siento aliviada y satisfecha.
Para no ser una experta en temas informáticos, he solucionado los problemas con
cierta solvencia. Mi buen humor solo se ha visto nublado unos segundos por un
pensamiento inesperado: ¿Cuánto tiempo me habría llevado realizar la gestión en
persona? Pero qué importa semejante minucia, para quien viene de sortear las
asechanzas de Escila y Caribdis.
¡Cómo te entiendo! Para mi el problema es que no soy capaz de llegar nunca a través de eztos mares. Ya te dije un día que el chino que está dentro de mi máquina me tiene manía.
ResponderEliminarTiene gracia, porque recuerdo aquella conversación y me hablaste de "el japonés que vive dentro de mi ordenador". ¿El cambio de nacionalidad del elemento extraño es un signo de los nuevos tiempos?
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