MEDITACIÓN DE LA PIEDRA
Cuando estoy de viaje, suelo tener la sensación
de estar atesorando un sinfín de ideas válidas para la escritura. Las voy guardando
cuidadosamente en cuadernos o en rinconcitos de mi cerebro: esta será la base
de un relato, esta va a enriquecer a un personaje de la novela que estoy
escribiendo, esta dará pie a una entrada del blog, esta otra aún no sé para qué
me va a servir, pero la guardo por si acaso, como un retal que posiblemente
utilice en alguna labor futura. Muchas de estas ideas permanecen años en mi
archivo mental, hasta que ven al fin la oportunidad de colarse entre las
palabras con las que voy llenando una hoja de papel o la pantalla de mi
ordenador. Otras acumulan polvo de forma indefinida en sus silenciosos
escondites. Creo que nunca pierden del todo la esperanza de salir a la luz.
Regresé hace unos días de un breve viaje por la
Ribeira Sacra y lo hice, como en mi visita del verano pasado, con la mente llena
de ideas y sugerencias. Pero ha sido sentarme frente al ordenador y un recuerdo
se ha singularizado entre todos para saltar directamente desde mi cabeza hasta
las puntas de mis dedos. Se trata de la imponente imagen del monasterio de San
Pedro de Rocas, excavado en las entrañas del monte Barbeirón, en el Concello de
Esgos.
Hay que remontarse unos cuantos siglos para
hablar del origen de este peculiar edificio. Como es un ejercicio que me
resulta muy grato, me voy encantada con la imaginación al siglo VI, al momento
en que cinco anacoretas de nombres sonoros e inverosímiles, como solo pueden
sonar a nuestros oídos modernos los nombres de nuestros antepasados visigodos,
decidieron instalarse en un paraje apartado para llevar una vida de austeridad
y contemplación. La historia continúa con idas y venidas de comunidades
religiosas, invasores destructivos, repetidos incendios y caballeros dispuestos
a defender tan santo lugar; lo que no consta es el momento en que alguien tuvo
la idea de empezar a adentrarse bajo la roca que presidía el enclave. Surgió así
la parte más antigua del edificio: la iglesia rupestre, oscura y recogida, que
avanza bajo la mole de granito, como el portal de acceso a un mundo vetado para
los mortales.
En un lateral de esta sencilla iglesia se
encuentra el detalle más sobrecogedor del edificio. Se trata de unos huecos de
forma alargada que ocupan todo el sector derecho y que crean la sensación de
que el pavimento está levantado, como si se estuvieran realizando unas obras de
restauración. No es así: esos huecos llevan siglos abiertos en el suelo de
piedra. Si uno se acerca a mirarlos con atención, se da cuenta de que tienen la
forma de una silueta humana reducida a sus líneas esenciales. Son los sepulcros
que los propios monjes excavaron para que les sirvieran de morada eterna.
Despojados de los cuerpos que los habitaron menos tiempo del que esperaban,
saludan al visitante con su estremecedora simplicidad.
Estas sepulturas antropomórficas no son las
únicas del monasterio. En el exterior, entre la iglesia y la casa rectoral, se
abren otras que, cuando realicé mi visita, encontré llenas de agua. Supongo
que, dado su emplazamiento, pasarán así casi todo el año. Hojas caídas de los
árboles circundantes flotaban sobre la superficie quieta, en una curiosa
alianza entre la vida y el reposo eterno. En contra de lo que podría parecer, no
sentí que me encontraba frente a un espectáculo macabro, sino que me invadió
una profunda sensación de paz. Pude imaginar a los monjes agachados, rodeados
por la espesura, arañando la superficie de la montaña para hacerse un hueco en
ella, en un ejercicio de paciencia y de añoranza del seno de una madre. Me
habría gustado que no me reclamaran las prisas de estos veloces tiempos
nuestros para quedarme largo rato allí, tranquila y abstraída, evocando esta
meditación de la piedra.
Qué pasada... Es alucinante.
ResponderEliminarLo es. Los edificios excavados en la roca ejercen sobre mí una enorme fascinación. Una amiga acaba de recordarme en Facebook el eremitorio rupestre de Olleros de Pisuerga, en Palencia, que visité hace unos meses. Y nunca olvidaré la increíble ubicación del monasterio de San Juan de la Peña, en Huesca, literalmente aplastado por la montaña.
EliminarEs muy evocadora la imagen de la sepultura como un lugar de descanso en la piedra madre...lugar de reposo...del vientre cálido a la fría piedra...del nacimiento a la muerte...así se explica que muchos enterramientos se realizaran en posición fetal...muy tranquilizador...
ResponderEliminarA mí también me resulta tranquilizador. Ya sabes que me aterroriza perder el contacto con el suelo y que solo me gusta volar con la imaginación. La solidez de la roca me parece una maravillosa forma de anclarse a la madre tierra para descansar.
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