UNA BAJADA A LA REALIDAD
Hay sucesos que en un segundo tiran de nosotros
hacia el suelo y nos estampan contra la más cruda realidad. Ahí en lo alto,
revoloteando sobre nuestras cabezas, se quedan nuestros ensueños y
divagaciones, los problemas que hasta un instante antes nos parecían de enorme
trascendencia y que, de pronto, tienen la levedad de una pluma arrastrada por
el viento. A mí me ha sucedido algo así este mediodía. Mis preocupaciones aún
andan flotando por las alturas, carentes de peso.
Soy una de esas afortunadas que se desplaza a pie para
ir al trabajo. Es un trayecto bastante breve y que, en el viaje de vuelta a
casa, tiene la enorme ventaja de ser cuesta abajo. Solo encuentro en él un
punto molesto: el tránsito por las obras de Gran Vía. Gigantescos camiones
marcha atrás, operarios que señalan rutas alternativas, conductores
impacientes, aceras vedadas por vallas, asfalto desaparecido y sustituido por
un barrizal los días de lluvia: un paréntesis en el orden ciudadano, una vuelta
al caos. Este mediodía bajaba yo la cuesta abstraída en mis pensamientos,
cuando he notado que algo extraño sucedía justo antes de llegar a esa zona
complicada. No sabría decir qué había en el ambiente, qué ruido o movimiento
desusado ha llamado mi atención; el caso es que he salido de mi ensimismamiento
en el momento en que un grupo de obreros pasaba por delante de mí. Uno iba
diciendo lo siguiente: «No sé para qué
trabajamos. Tanto trabajar, tanto trabajar…, para acabar así». Sus palabras me
sacudieron, no tanto por su significado (que en un principio no capté) como por
la angustia con que eran pronunciadas. El que así había hablado era un hombre
joven que tenía los ojos enrojecidos. Llevaba la ropa cubierta de suciedad, la
barba cerrada, un casco. Era la imagen misma del desconsuelo.
A partir de ahí, mis piernas siguieron funcionando
de forma automática. Caminé mirando alrededor, buscando la razón de las
palabras del obrero y de la sensación de alarma que se captaba en el ambiente.
Mi mirada se cruzó con la de otros viandantes, tan inquietos como yo. Unos
pasos más adelante, encontré la clave de la escena. Un grupo de personas
formaban un círculo junto a la entrada de un local. Por en medio de ellas, se
veía asomar el cuerpo de un hombre tumbado en el suelo. Inclinado sobre él,
otro hombre hacía enérgicas maniobras de reanimación. Obreros deambulaban
nerviosamente en torno al grupo. Acercándose, se oía la sirena de una
ambulancia. Lloviznaba y hacía un frío repentino.
Apreté el paso. «Tanto
trabajar, tanto trabajar…» No me quito de la cabeza las palabras del obrero
de los ojos llorosos. Tampoco me atrevo a buscar el final de la escena en la
prensa. Mis preocupaciones cotidianas tardarán un tiempo en volver a cobrar
consistencia.
Comentarios
Publicar un comentario