NIÑA EN LA VENTANA
Esta entrada es, en cierto sentido, una creación
colectiva.
Empezó a escribirse el día del pasado verano en que
colgué en mi muro de Facebook unas fotos de mi entonces reciente viaje a
Budapest. Siempre hay algún amigo afectuoso que comparte mi entusiasmo por
obras de arte y paisajes y me lo hace saber pulsando uno de esos expresivos
iconos que forman ya parte de nuestra concepción del mundo y de las relaciones
interpersonales. Se lo agradecí de corazón. Más todavía ―inevitable vanidad― si
en la foto en cuestión aparecía yo, con esa sonrisa relajada que sólo se
consigue esbozar en las vacaciones largas. Las fotografías en cuestión estaban
tomadas de forma no muy artística, con un móvil de una calidad mediana; era
lógico que sólo suscitaran la tibia aprobación de los más incondicionales. Pero
entonces ocurrió algo sorprendente: una imagen bastante humilde, que yo había
dudado incluso si incluir en el grupo de las publicables, empezó a acumular
muestras de adhesión. Uno nunca termina de sorprenderse ante lo imprevisto de las
reacciones ajenas.
Pero vayamos un poco más atrás en el tiempo. En
realidad, esta entrada empezó a gestarse en una sala de la Galería Nacional de
Budapest, una tarde del pasado julio. Es la sala que lleva el número 60 y tiene
una peculiaridad que la singulariza con respecto a todas las demás: está
concebida como un gabinete de una casa noble, de esos que albergaban en sus
paredes una extraordinaria profusión de obras artísticas, más exhibidas como
alarde de la riqueza de sus dueños que como objeto de contemplación.
Acostumbrados como estamos a la limpieza y claridad de las exposiciones
modernas, nos desconcierta por completo ese abigarrado conjunto de pinturas de distintas
temáticas que compiten para robarse unas a otras el protagonismo. No es
casualidad que frente a la pared principal de esta sala 60 haya un largo
asiento: el visitante tiene que sentarse hasta que sus ojos son capaces de
distinguir formas distintas en semejante profusión.
Estaba yo allí acomodada
intentando localizar cada uno de los cuadros que aparecían en un folleto
explicativo, cuando vi a una mujer colocada muy cerca de la pared,
fotografiando una de las obras. Se trataba de uno de los lienzos más pequeños,
y también de los menos llamativos, de los allí expuestos. Representaba a una
niña asomada a una ventana, con los bracitos cruzados sobre el alféizar. Formaban
un curioso conjunto, la mujer con su cámara y la pequeña pintada, con los
rostros muy próximos, mirándose frente a frente. El resultado de esa escena fue
doble: el pequeño cuadro casi monocromo capturó de inmediato mi atención y
también lo fotografié cuando la mujer abandonó la sala. Apunté título y autor
en mi libreta de viaje: Fifine, del
para mí desconocido Lajos Deák Ébner. Es esa la foto sin pretensiones que se erigió en la favorita de mis amigos internautas y de la que hablaba al comienzo de esta
entrada. Se abrió paso entre imágenes de edificios suntuosos, puestas de sol e
impresionantes vistas del Danubio. De igual forma que el cuadro original
resaltaba entre sensuales desnudos y retratos de damas de reluciente colorido.
A veces, lo más sencillo tiene vía directa hasta nuestro corazón.
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