UNA FOTOGRAFÍA EN PALABRAS
Por
razones que hunden sus raíces en mi última mudanza, este verano que hoy termina
ha sido un verano sin cámara. Me di cuenta de que no tenía en mi poder a mi querida
compañera de periplos a pocas horas de salir de viaje hacia Galicia. No
disponía de tiempo para solucionar el problema, así que decidí convertirlo en
una ventaja: viajaría pertrechada sólo con un móvil bastante modesto con el que
dejar una somera constancia de mis descubrimientos, e intentaría suplir con
palabras lo que no pudiera captar con mi objetivo. Ya he dedicado alguna
entrada anterior a imágenes que llamaron mi atención en las tierras del norte.
Hoy voy a hacer lo mismo con una de las primeras impresiones que tuve en
Budapest.
La
colina Gellért es un promontorio cubierto de vegetación que se eleva sobre el
Danubio. Debe su nombre a un obispo cristiano (para nosotros sería San Gerardo)
que fue asesinado allí en el siglo XI, tras intentar con dudosa fortuna
evangelizar a las tribus magiares. Al parecer, fue introducido en un barril y
lanzado desde la cima; no quiero ni imaginar el espanto de ese vertiginoso trayecto,
que yo realicé de forma bastante más apacible, recién llegada a la ciudad. El
caso es que el pobre Gerardo, que de manera tan atroz salvó el acusado desnivel
–doy fe de ello— que separa la cima de la orilla del río, fue inmortalizado en
tiempos más modernos y civilizados por medio de una grandiosa escultura situada
en mitad de la ladera. Allí se le puede ver hoy en día, en actitud solemne,
levantando una cruz con la que parece advertir a la bulliciosa ciudad de Pest,
que se extiende al otro lado del Danubio. He de reconocer que este santo
imponente y de expresión adusta me dio un poco de miedo cuando lo vi por
primera vez: su talla descomunal y su gesto casi amenazador me hablaron más de
intransigencia que de altruistas deseos de compartir su fe. El caso es que
estaba yo reflexionando sobre dichas impresiones desde la orilla del río,
cuando una escena que se estaba desarrollando a los pies mismos de San Gerardo
llamó mi atención.
Debajo
de la enorme estatua de bronce hay una terraza que ofrece una espectacular
vista de la ciudad de Pest. Allí, tras la balaustrada de piedra, en absoluto
atenta a la belleza del enclave, una pareja se besaba largamente. Formaban un
curioso contraste, el tipo barbudo que blandía la cruz como un arma y los dos
chicos –cuando digo “chicos”, me refiero a que ambos eran del sexo masculino—
enlazados y absortos el uno en el otro. Al principio eché de menos el
teleobjetivo de mi cámara, que me habría permitido detener para siempre aquel
singular instante, pero de inmediato me di cuenta de mi error. Tener la cámara a
mano me habría hecho entretenerme en cuestiones como la luz o el enfoque. No
tenerla me permitió disfrutar de la duración de aquel beso eterno, a los pies
mismos del gigante. No sé lo que habría pensado el santo original de semejante
despliegue de amor y carnalidad; su trasunto de bronce parecía latir de furia,
renegando de su inmovilidad forzada. Los dos jóvenes se separaron finalmente,
no mucho, y tomados de la mano se retiraron de su puesto detrás de la
barandilla. A pesar de la distancia, me pareció que sonreían. El santo se quedó
solo enarbolando su cruz con gesto majestuoso. Se deshizo para siempre aquella
fotografía que no llegué a realizar y que reconstruyo ahora con el mágico poder
de la escritura.
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