FRIDA EN BUDA
El castillo de Buda domina el Danubio desde su puesto
en lo alto de una colina, como si estuviera asomado a una terraza, desde la
cual avisara de su ubicación a los viajeros despistados (en nombre de todos
ellos: gracias, castillo de Buda, por tu gentil forma de orientar nuestras
rutas por Budapest). El pasado mes de julio, una de sus fachadas, la que da
acceso a la Galería Nacional, estaba decorada por un enorme cartel en el que
aparecía un rostro sobradamente conocido, pero al mismo tiempo inesperado. Se
trataba de una reproducción de uno de los autorretratos de Frida Kahlo. Pronto
averigüé el motivo (previsible, por otra parte): una exposición de obras de
dicha autora procedentes del Museo Dolores Olmedo de México. Fue toda una
sorpresa, encontrarse con Frida en Buda.
Lo cierto es que hasta entonces había tenido
ocasión de contemplar al natural muy pocos cuadros de esta pintora, en alguna que
otra exposición temporal. Quién me iba a decir que iba a tener un encuentro tan
intenso con ella en semejante contexto. Ha sido uno de los regalos de este
verano, sumergirme en su mundo a la vez mágico y profundamente humano, en sus
lienzos que destilan pasión, dureza de la vida y el inagotable poder de la
imaginación para sobrevolar lo insoportable. Probablemente, volveré a escribir
en este blog sobre lo que descubrí en esta exposición; me centro ahora en cuatro
retratos que me impactaron de forma especial y que están unidos por el hecho de
representar a figuras femeninas.
Nocturna, elegante y misteriosa: así aparece Alicia
Galant, amiga de la pintora, en esta obra temprana. Habían pasado apenas dos
años desde el terrible accidente que quebró la columna vertebral y la
existencia entera de Frida, y da la sensación de que el dolor no había
impregnado aún su pintura de la violenta carga de rebeldía y desesperación, o
de la turbulenta fantasía, que serán más adelante sus señas de identidad. La
serenidad y la belleza dominan el universo pictórico de esta primeriza que
busca en el arte el combate contra la exasperante lentitud con que se deslizan
las horas para quien vive postrada en una cama. Su amiga y vecina Alicia se
convierte en la protagonista de esta búsqueda del propio estilo, en la que la
sombra de Botticelli se hace evidente.
Frente a la irreal delicadeza de los inicios, el
profundo enraizamiento en la tierra: casi dos décadas después de retratar a
Alicia Galant, Frida Kahlo inmortaliza con afecto y respeto a Rosita Morillo,
la madre del que fue el principal coleccionista de sus obras. Representada
emergiendo de un fondo vegetal como si fuera un elemento más de la naturaleza,
esta anciana sencilla y enlutada parece albergar la sabiduría y la fortaleza de
la madre tierra. Igual que en el cuadro anterior, las manos del personaje
cobran una especial relevancia: manos blancas y estilizadas para la dama
nocturna, manos resecas y llenas de experiencia para la anciana que no puede
dejar de trabajar ni siquiera mientras está obteniendo su pasaporte para la
posteridad.
Casi contemporáneo al anterior es este Retrato de Lucha María, una niña de Tehuacán. Aquí tenemos ya a
Frida en todo el despliegue de su imaginación y su potencia telúrica. Este
personaje es la encarnación de lo viejo y lo nuevo; de lo que se perdió en la
noche de los tiempos, lo que está sucediendo en este instante y lo que durará
para siempre. La luna y el sol, con sus respectivas pirámides de Tehotihuacán,
flanquean a esta pequeña ataviada al modo indígena tradicional y que sujeta en su
regazo, en un curioso contraste, un modelo de un avión militar. Los niños de
Frida Kahlo son a la vez jóvenes y viejos; como sucede con los múltiples
autorretratos en los que inmortalizó su inconfundible rostro, tienen la serena calidad
de lo que está llamado a permanecer para siempre.
Volvamos a los orígenes: en 1929, dos años después
de retratar a Alicia Galant, Frida sigue combatiendo el tedio de su postración retratando
a personas de su entorno. En esta ocasión, elige como modelo a una muchachita
sencilla y retraída, La niña Virginia. La
frontalidad, la simplicidad de la composición y el contraste casi naïf del
colorido dotan a este cuadro de un delicioso candor. Esta jovencita de rasgos
toscos posa con la falta de pretensiones de la persona poco acostumbrada a
semejantes situaciones. El retrato está lleno de detalles enternecedores: las
manos juntas sobre el regazo, el pulcro trenzado del pelo, la puntilla de las
mangas. Un imperdible cierra el cuello del vestido y nos lleva a sacar
deducciones imposibles de comprobar (¿demasiado escote, un vestido prestado
perteneciente a una dueña con una talla mayor…?). En cualquier caso, es fácil
imaginar a la joven Virginia preparándose con todo esmero para posar para su
vecina, la también joven y malherida Frida, y hacer que esa inesperada
circunstancia sea especial para ambas.
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