REÍR CON UNA AMIGA


Estas dos jóvenes que se mueren de risa tumbadas en el suelo, en una celebración de la alegría de vivir y la complicidad, son Frida Kahlo (inconfundible) y Chavela Vargas. La imagen fue tomada por la fotógrafa italiana Tina Modotti, habitual en el entorno de Frida y Diego Rivera, que dejó de lado por una vez su afán testimonial y su compromiso político para inmortalizar un instante lleno de espontaneidad de dos de las figuras más emblemáticas del ambiente artístico mexicano.

Yo no conocía esta fotografía hasta que la vi hace un mes en un enorme panel de una exposición de la obra de Frida Kahlo en la Galería Nacional de Budapest. El impacto que me causó fue inmediato: en medio de un buen número de imágenes de Frida doliente, postrada en la cama,  pintando a pesar de la prisión de las escayolas y aparatos ortopédicos, relucía esta plasmación del efecto liberador de la risa. Cuando hace unos días un amigo de Facebook la subió a su muro, pensé que tanta insistencia en cruzarse en mi camino hacía a este retrato merecedor de que le dedicara una entrada en este blog. Pero hay una razón más. Fue verlo por primera vez y trasladarme de inmediato a mi infancia.

Los que como yo se dedican a la enseñanza tendrán sin duda un amplio capítulo en su experiencia profesional protagonizado por la risa de los alumnos. Los niños ríen con ganas, con dedicación absoluta, enviando al destierro todo excepto la causa de su hilaridad. Cuando se acercan a la adolescencia, esta intensidad se combina con el carácter imprevisible (¿quién no sabe que los adolescentes se ríen sin motivo alguno?) e incontenible (¿quién ignora que es muy difícil que recuperen la seriedad?) de su risa. Visto desde el lado del maestro o del profesor, son características desesperantes. Desde el lado de los alumnos ―hagamos memoria, amigos míos― es la absoluta felicidad. Yo con frecuencia los miro desternillarse cabeza con cabeza y siento una profunda envidia. Me voy con el recuerdo a los tiempos en que yo también era capaz de reírme así, con toda mi alma.

Durante la infancia y la primera adolescencia, estuve muy unida a una niña que se llamaba María y que, además de compañera de clase, era mi vecina. Esta niña tuvo una presencia tan fuerte en mi vida durante aquellos años que podría inspirarme una novela completa, pero me voy a limitar a recordar los felices momentos que pasamos juntas dedicadas al noble arte de reír. María y yo nos reíamos por todo. En la calle, en nuestras casas y, lo que era más grave, en clase. Me recuerdo intentando sin éxito alguno contener la risa frente a la mirada severa del profesor, escondiendo la cabeza detrás del libro, lagrimeando sobre el pupitre, notando las cosquillas de las carcajadas que me subían garganta arriba por más que el sentido común y la prudencia me pedían a gritos que recuperara la serenidad. Reíamos a mandíbula batiente, sin control alguno, hasta llorar. No nos tirábamos al suelo como Frida y Chavela, pero casi. El mundo nos brindaba motivos de regocijo por doquier. Y, si no lo hacía, suplíamos la carencia lanzándonos la una a la otra nuestra propuesta más sugestiva: “¿Nos reímos un rato?”. Era la culminación de la risa: reír por decisión propia, sin estímulo alguno; reír por reír.

Cuando el amigo de Facebook al que me he referido antes publicó la fotografía de Frida y de Chavela que encabeza estas líneas, yo dejé un comentario que hablaba de la fuerza de la amistad y él me respondió con unas palabras certeras: “La risa frente a la adversidad”. Es así. No hay miedo ni dolor que no se diluyan durante los instantes que dura una carcajada. Yo lo sé muy bien y lo tengo almacenado en mis mejores recuerdos de infancia. Y es que no hay nada comparable a reír con una amiga.

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