FORMAS DE RECONOCER LA LLUVIA

Son muchas.

La más clásica e icónica, a la que sin duda recurriríamos si tuviéramos que representar con mímica a una persona comprobando si llueve, es el gesto de extender la mano con la palma hacia arriba para recibir en ella las gotas de lluvia.

La vista también sirve, aunque hay que saber dónde posar la mirada, sobre todo en el caso de lluvia leve. Para eso está el recurso de los charcos y demás superficies acuáticas, infalibles delatores de la caída de las gotas con el precioso juego de sus círculos concéntricos. No menos eficacia tienen las ventanas, con el elocuente recorrido del agua surcando la superficie del cristal.

Observar las reacciones humanas es quizá el método más animado. El andar acelerado, las bolsas sobre las cabezas, las francas carreras que se desatan cuando la lluvia arrecia. Y, por supuesto, el despliegue de los paraguas que brotan aquí y allá, como flores que se abrieran al primer contacto del agua.

Dejo para el final los sistemas más evocadores: el ruido de las gotas golpeando los cristales, como deditos mágicos que nos reclaman con mayor o menor vehemencia (este método se vuelve aún más sugerente en las lluvias nocturnas). Y, en este despliegue de los sentidos, no podía faltar el olfato, que capta ese maravilloso olor a tierra mojada que responde –aunque los académicos no lo hayan admitido todavía– al singular nombre de “petricor”.

Pero ninguno de estos sistemas es el que me alertó hace tres semanas, durante mi viaje a Galicia, del comienzo de la lluvia. Estaba pasando unos días en Ribadeo y todos ellos me había acompañado el sol. Una tarde, me asomé a la ventana del apartamento, que daba a un paisaje dominado en último término por las montañas y que en primer plano tenía una pequeña huerta. Era la última hora del día y la luz declinaba. Tuve la impresión de que estaba empezando a llover, pero de una forma tan tenue, que mis ojos no eran capaces de detectar la caída de las gotas. Entonces lo vi: era un pequeño habitante del huerto (creo que un mirlo), que a escasa distancia de mi ventana esponjaba sus plumas bajo la lluvia incipiente, orondo y gozoso, disfrutando de aquella ducha inesperada. Nunca el comienzo de la lluvia me había parecido tan encantador. Este pajarillo feliz bajo las primeras gotas es una de las imágenes más hermosas de lo que llevo de verano. Por supuesto, no tengo una fotografía que lo corrobore. Pero para eso están las palabras.

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