DERIVA AL AZUL
Últimamente,
en mi vida todo es azul. Por alguna razón que se me escapa, cada vez que voy a
comprar una prenda de vestir o un artículo para la casa, elijo sin darme cuenta
algo de este color. Me pasa con vestidos y bolsos, con sábanas y toallas,
incluso cuando creo estar escapando a dicha tendencia: hace poco he creído
adquirir un vestido negro y una camiseta verde, pero miradas más certeras que
la mía (tengo ciertas dificultades para identificar los colores) han situado
ambas adquisiciones en los terrenos del azul marino y del azul turquesa. La
casualidad también conspira en ese sentido. Hoy mismo he querido comprarme un
camisón de color rosa, pero al mirar las etiquetas, he descubierto que mi talla
sólo la había en azul. Me rindo a la evidencia de que, en el caso de que haya
etapas de la existencia dominadas por un determinado color, esta que vivo tiene
uno claramente asignado.
Quizá
por eso me ha impresionado tanto conocer la obra del pintor húngaro Aurél
Bernáth. Los dos cuadros que a continuación incluyo, titulados respectivamente Mañana (ventana) y Riviera, comparten pared en una de las salas de la Galería Nacional
de Budapest dedicadas a la pintura del siglo XX. Cuando me encontré de frente
con ellos, el asombro me hizo detenerme unos segundos. Creo que tardé más de lo
habitual en reaccionar y acercarme a contemplarlos: se conoce que me costó un
poco asimilar tanto azul.
Mañana, que lleva, como ya he señalado, el subtítulo de Ventana, es el más clásico y
tranquilizador de los dos. La habitual vista desde el cuarto del artista, con
la presencia de algún objeto que hace referencia a su entorno o personalidad.
Lo que llama la atención de esta Ventana
es el precioso despliegue de los azules y verdes del paisaje. Firmamento,
montañas, bosque y agua se dan la mano en un juego de pinceladas libres y difusas,
en las que es difícil distinguir lo que es azul y lo que no. En primer término,
el rojo de las flores y el amarillo de los peces destacan como dos notas agudas
en una melodía grave. Lo demás es un puro vuelo del azul al verde y del verde
al azul, pasando por territorios intermedios, ideales para los que, como yo,
percibimos los colores de forma tan subjetiva.
Riviera es un cuadro inquietante, con tintes de pesadilla.
La presencia del azul se desborda y alcanza hasta el último rincón de este
escenario onírico. En una escarpada cornisa sobre el mar, varias parejas de
personajes pasean, se asoman a contemplar el paisaje o se sientan a descansar.
Son seres sin rasgos, de rostros vacíos y figuras esquemáticas. Aislados del
mundo por una pared vertical, parecen confinados en un espacio del que no
pueden escapar y en el que se ven obligados a repetir sus acciones hasta el
infinito; es fácil imaginar que los dos paseantes del primer término van a
volver sobre sus pasos en breve, para desandar el camino. Lo realmente curioso
de este cuadro es que una escena tan poco tranquilizadora esté envuelta en uno
de los más hermosos azules que he contemplado jamás. Es el azul rotundo de los
mares limpios, de los cielos de verano, de los momentos más felices de nuestra
infancia.
Ahora
que me he detenido a recordar estos dos cuadros, me pregunto si mi tendencia al
azul de los últimos meses encierra felicidad o malestar, sosiego o inquietud, seguridad
o incertidumbre. Supongo que el tiempo lo dirá, igual que ahora soy capaz de
identificar una época violeta que tuve en mi juventud con el romanticismo y la
melancolía. Entre tanto, seguiré rodeándome de azul, hasta despejar mi duda, o
simplemente hasta que mi vida derive hacia otros territorios cromáticos.
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