LOS CUADROS DE JUNIO (2018)
Durante
el Renacimiento, algunos nobles italianos sintieron la necesidad de tener en
sus palacios un espacio reservado al estudio, la reflexión o el simple
apartamiento de la vorágine cortesana. Surge así el concepto de “studiolo”,
cámara de tamaño reducido y con un aura de misterio ―se ha hablado de su
vinculación con actividades como la alquimia―, en la cual se acumulaban objetos
relacionados con el saber y cuyas paredes, recubiertas de madera, fueron
decoradas por artistas que crearon la ilusión del espacio abierto en el que
era, por definición, un rincón recóndito y cerrado. Una de las más famosas de
estas estancias es el Studiolo de
Federico de Montefeltro en Urbino, al que pertenece esta deliciosa taracea
―decoración realizada a base de incrustar piezas de madera― que prolonga de
forma ficticia la habitación por medio de una arcada que se abre al campo y a
la lejana ciudad. Conozco desde hace tiempo esta deliciosa imagen, pero solo
hace unos días averigüé su procedencia y su atribución al artista Benedetto da
Maiano. Se trata de la obra de factura más peculiar de todas las que han
desfilado por esta sección, pero la maestría de su autor nos hace olvidar el
ensamblaje de piezas para situarnos frente a una delicada recreación pictórica.
El cesto de frutas y la graciosa ardilla que ocupan el primer plano son un
elogio del valor de lo cotidiano; a partir de ahí, una arquitectura sobria y
simétrica nos abre al mundo exterior en un juego de falsa profundidad. Puedo
imaginar a Federico de Montefeltro aislado del mundo en su pequeño refugio,
buscando a la vez perder la mirada en un horizonte ilusorio: un juego entre lo
mínimo y lo grande, lo cercano y lo distante, entre el aislamiento y la
apertura al mundo a través del poder de la mente.
Cuando
vi por primera vez Las costureras,
del pintor ruso-estadounidense Moses Soyer (1899-1974), algo en el cuadro llamó
poderosamente mi atención, pero fui incapaz de determinar qué era. Archivé la
imagen para comentarla algún día en esta sección y sólo ahora, al disponerme a
hacerlo, he comprendido la causa de la atracción que ejerció sobre mí desde el
primer momento. Soyer es un pintor al que se suele ubicar dentro del realismo
social y que recrea escenas y personajes de su entorno con un estilo
dibujístico y una atención a los volúmenes que parece herencia del Cubismo. Con
frecuencia, el mundo de los trabajadores (y también su cara amarga, la de los
desempleados) se cuela en su obra; el cuadro que nos ocupa es un buen ejemplo de ello. Pero informándome sobre la figura de
este artista, descubrí que Soyer encontró en la danza un importante foco de
inspiración y recreó con frecuencia a bailarinas en plena acción o en reposo.
Fue entonces cuando comprendí lo que me había llamado la atención de Las costureras: estas mujeres
estilizadas que trabajan en grupo pero abstraídas cada una en su tarea tienen
la elegancia y la cuidada disposición de un cuerpo de baile. La hermosa
alternancia entre colores fríos y cálidos, la contraposición de poses frontales
y de espaldas al espectador, parecen obedecer a una cuidadosa planificación.
Este amante de la perfección de la danza no puede evitar que el orden, la
delicadeza y la precisión invadan su otra faceta, la de testigo de la realidad
social de su época.
Conozco
varios ejemplos de artistas unidos por lazos familiares, pero nunca me había
encontrado con ningún caso de gemelos pintores hasta que conocí a Moses y
Raphael Soyer, rusos de nacimiento y afincados en los Estados Unidos. La semana
pasada traje a esta sección un cuadro de Moses y esta semana hago lo propio con
Raphael. Ambos comparten una mirada atenta sobre su entorno, que se tiñe con
frecuencia de melancolía, y que en el caso de Raphael se expresa a través de
una pincelada más libre y unas formas menos delimitadas que las que
caracterizan la obra de su hermano. El cuadro que precede a estas líneas,
titulado Despedida de Lincoln Square,
es un homenaje de su autor al lugar en el que tuvo su estudio de pintura
durante más de una década, realizado en el momento en que este iba a ser
demolido. En un ámbito apenas esbozado, varios personajes de diversa condición
posan en actitud de abstracción y tristeza. Raphael Soyer se autorretrata en
medio de ellos: él es el hombre menudo que mira hacia el espectador y levanta
la mano en un gesto de adiós. El grupo humano que lo rodea empieza a
disgregarse; todos ellos parecen echar a andar en direcciones divergentes,
guiados por sus pensamientos. El rincón urbano que da título al cuadro es un
tenue telón a punto de difuminarse, como los años de vida y trabajo que se
desarrollaron en el estudio de artista que está en trance de desaparecer.
Hábil
plasmador de los efectos de la luz sobre el paisaje, el pintor austriaco Carl
Moll (1861-1945) recoge todo el misterio de la oscuridad creciente en su cuadro
titulado Atardecer. En este rincón
apartado y acuático, el momento final del día resulta doblemente crepuscular:
es un espacio íntimo y cerrado, cuya salida queda más allá de los límites del
lienzo y es, por tanto, inexistente para el que lo contempla, que se siente
sumergido en un ámbito umbrío, silencioso y lleno de paz. El bosque es un telón
tupido e impenetrable, y la única posibilidad de huida está en esas aguas
oscuras, que parecen pobladas de seres vivos e incertidumbres. El pintor sitúa
en el punto medio de la composición la frontera entre el mundo real y su
reflejo en el agua, creando un armónico efecto de simetría. Lo de arriba y lo
de abajo, lo tangible y su réplica, ocupan idéntica extensión y sólo se
diferencian por el distinto grado de definición de las pinceladas. A mí este paisaje
clausurado y de suave colorido me resulta a partes iguales inquietante y
acogedor, como lo es volverse hacia uno mismo para ahondar en los rincones más
escondidos de la propia alma.
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