LOS CUADROS DE MARZO (2018)
Censuran
a Egon Schiele en la publicidad de su exposición en Londres y a mí, como no
podía ser de otra manera, me entran unas ganas extraordinarias de volver a
traer un cuadro suyo a esta sección. Me he puesto por ello a revisar su obra y
he dado con esta acuarela impactante y expresiva (¿cuándo no lo es algo pintado
por Schiele?) titulada Dos mujeres
besándose. Se trata de la enésima reversión de un tema muy querido por este
autor: la plasmación de dos cuerpos femeninos, semidesnudos o desnudos por
completo, que se entrelazan en una inequívoca actitud de deseo y sensualidad.
Como suele suceder en las obras de Schiele, los personajes aparecen perdidos en
un espacio casi despojado, como vagando a solas o en dúo por un ámbito
abstracto, más emocional que físico. Lo que singulariza a la pareja
protagonista en este caso es la actitud de entrega de la figura que nos da la
espalda frente a la mirada fija y penetrante de su compañera, que nos escruta
con inquietante intensidad. Esta mujer que se entrelaza al cuerpo de su amante,
pero que a la vez nos observa con heladora frialdad, nos habla de los límites
de la pasión, de la imposibilidad de abandonarse en el otro, de la profunda
soledad a la que cada cual está condenado. Es lo más potente y transgresor de
la obra de este artista de vida fugaz, y tiene la ventaja de que no se puede
censurar, como en el caso de Londres, con un cartel que oculte las zonas más
perturbadoras de la anatomía de sus modelos.
Hace
poco reflexionaba yo frente a un cuadro de un conocido artista sobre la
dificultad que incluso los pintores más hábiles tienen para reflejar la danza.
Los más grandes se han estrellado al afrontar este tema y han creado obras
encorsetadas, carentes de emoción y de vida. Unos días después, como una
respuesta a mi pensamiento, me encontré con esta deliciosa pieza en la
exposición titulada La danza de la Edad
de Plata de la Residencia de Estudiantes. Y de inmediato lo comprendí: para
captar la vida y la fluidez del movimiento, nada mejor que la libertad del
dibujo; el vuelo ágil del lápiz sobre el papel transmite la ligereza del cuerpo
que consigue burlar los designios de la gravedad que atan al suelo al común de
los mortales. Así lo consigue Pablo Gargallo en este dibujo titulado
sencillamente Bailarina. No es la
única vez que Gargallo explora este tema, tanto en su faceta de escultor como
en la de dibujante. Siempre lo hace con maestría. La liviandad, el abandono al
poder de la música, el placer de volar: todo está contenido en el juego parco y
eficaz de estas líneas sencillas y llenas de elocuencia.
Buscaba
un cuadro con motivos vegetales para celebrar la llegada de la primavera cuando
me he encontrado con esta pequeña maravilla del pintor francés Henri
Fantin-Latour, autor de un sinnúmero de lienzos en los que toma como tema
central las flores y los frutos, con frecuencia separados de su lugar de origen
y dispuestos en recipientes y jarrones que el artista retrata con singular
pericia. No soy especialmente amiga de este tipo de pintura; sin embargo, estos
cuadros de Fantin-Latour me parecen el ejemplo máximo de la delicadeza y el
buen gusto. Es el caso de este lienzo de composición clara y sencilla como su
título: Cerezas. Con exquisitez digna
de la pintura japonesa, el artista concentra su atención en la redondez y el
brillo de los frutos, en el meticuloso diseño de las hojas. El fondo neutro
elimina todo elemento superfluo y reduce el cromatismo de la escena al verde y
a un rojo radiante y lleno de luz. El pintor nos hace espectadores
privilegiados de la belleza de lo mínimo: estas cerezas son un milagro de la
naturaleza que habría pasado inadvertido a una mirada menos atenta, a una
sensibilidad menos aguda.
Mi
relación con el cuadro de esta semana tiene una historia azarosa. Su comienzo
se remonta a abril de hace tres años, cuando una lectora de mi blog me dejó un
comentario en una entrada sobre la figura de María Magdalena en el arte. La
lectora en cuestión manifestaba su interés por dicho personaje y me hablaba de
un cuadro que había visto fugazmente en un documental y que no había podido
localizar, en el que aparecía María Magdalena inclinada sobre el cuerpo muerto
de Jesucristo. Tras una serie de avatares que no contaré para no resultar
prolija, y que incluyen una localización errónea y problemas cibernéticos, he
aquí finalmente el cuadro que la lectora en cuestión me había descrito: El descendimiento de la cruz del pintor
francés Jean-Joseph Weerts (1846-1927). Lo curioso es que la figura que tanto
mi lectora como yo habíamos tomado por la de la ilustre pecadora es en realidad
la de la Virgen María. Este descendimiento de Weerts es una obra peculiar por
el dispar tratamiento de los personajes: frente a la teatralidad de la pose de
la Magdalena, que es la mujer de rojo que entrelaza sus manos en actitud de
desesperación, la sobriedad y la contención de la figura de la Virgen,
sobrecogedora en su amoroso gesto de acercamiento al hijo muerto. No soy muy
amiga de la pintura religiosa (lo he comentado en más de una ocasión en este espacio),
a menos que refleje ciertos temas que me son muy queridos: San Jorge, San
Sebastián, los ángeles y, cómo no, el personaje que ahora nos ocupa. Llevo
infinitos descendimientos en mi retina de amante de la pintura y he de decir
que nunca la figura de María le había robado mi atención de semejante forma a
la siempre intensa y desmelenada Magdalena.
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