LOS CUADROS DE FEBRERO (2018)
Adentrarse
en la obra del pintor polaco Zdzisław Beksiński es iniciar un descenso a los
infiernos. Pero no a infiernos lejanos y desconocidos, sino a los que yacen
agazapados en nuestro propio interior y son, por ello, doblemente inquietantes.
Durante la primera etapa de su trayectoria, este artista se dedicó a explorar
mundos de pesadilla, con una imaginación desbordante y un estilo detallista y
onírico que se ha denominado “Surrealismo gótico”. El resultado es una obra
alucinada, incómoda, perturbadora hasta extremos que es difícil encontrar en la
pintura. Me lo he pensado mucho antes de incluir en esta sección uno de los
cuadros de este artista, pero al final me he decidido por el que encabeza estas
líneas, ejemplo máximo del efecto simultáneo de miedo y fascinación que causa
en mí la producción de este autor. Por alguna supersticiosa razón, late en mí
la idea descabellada de que dejar durante siete días esta imagen terrible en el
espacio de mi blog no puede causar más que distorsiones, pero finalmente ha
vencido la atracción que ejerce sobre mí esta escena indescifrable. No puedo
dejar de mirar a esta mujer refugiada en una casa abandonada, sujetando el
extremo de una cuerda que conduce a una criatura misteriosa oculta en el
exterior. Todo en la escena es perturbador: la silueta esquelética de la
protagonista, su actitud de recogimiento, la recargada silla en la que se
encuentra aposentada, el espacio de abandono y decadencia que la rodea. Algunos
detalles conducen directamente a los dominios del terror, como los afilados
tacones de aguja de la mujer, el cielo compacto que se cierne sobre el mundo de
afuera y, sobre todo, la silueta oscura al acecho tras el hueco de la puerta.
No me canso de mirar este cuadro extraño y maligno. Siento que representa los
aspectos más sombríos de nuestro propio ser, esos que sabemos escondidos en el
fondo de nosotros mismos y cuya presencia oscura nos amenaza siempre.
Cuando
ayer me acerqué a visitar la exposición de Alphonse Mucha en el madrileño
Palacio de Gaviria, era consciente de que allí iba a encontrar la siguiente
obra para comentar en esta sección. Me costó elegir entre varias, algunas
representativas del estilo más conocido de su autor y otras sorprendentes, que
me llegaron acompañadas por hermosas historias en torno a las circunstancias en
que fueron concebidas y a su destino posterior. Pero todas fueron finalmente
desbancadas por esta imagen grácil y de encantadora ingenuidad. Esta
representación de la Luna pertenece a la serie titulada La Luna y las Estrellas, en la que el pintor checo encarna los
cuerpos celestes en figuras femeninas llenas de elegancia y poder de
sugerencia. La reproducción no le hace justicia al precioso juego de los azules
de la acuarela, una envolvente recreación del misterio y la fascinación del
cielo nocturno. Esta Luna que se tapa la boca en un delicioso y espontáneo
gesto parece observar desde su lugar de privilegio las evoluciones de los
mortales. Lo hace con expresión a medias benévola y divertida: sin duda le
parecemos pequeños e insignificantes, anclada como está en las alturas, bella e
inmutable, joven para la eternidad.
El camino que
me ha conducido a la elección del cuadro de esta semana es un tanto tortuoso y
excede lo meramente pictórico. Estaba yo realizando una introducción al siglo
XVIII en clase de Literatura Universal (lo que me sucede en esa clase es a
menudo fuente de inspiración para este blog), cuando me topé en el libro de
texto con la reproducción de un cuadro de Jacques-Louis David y me di cuenta de
que dicho artista nunca había aparecido en esta sección. Me dispuse entonces a
buscar una obra para subsanar dicha ausencia y, entre sus célebres retratos
napoleónicos y sus escenas históricas y clasicistas, me encontré con este
rostro intenso y para mí desconocido. Me impactaron la cabeza poderosa, la
mirada soñadora, el atractivo desaliño del retratado. Me impactó también el
brío de la pincelada del autor. La primera idea que se me vino a la cabeza fue
que se trataba del retrato de un poeta, un músico, un filósofo. Entonces vi el
título, que me pareció enigmático y sugerente: El carcelero del artista. Resulta que David, activo revolucionario
y partidario acérrimo de Robespierre, fue condenado a prisión tras la caída de
su líder y, al parecer, pintó durante su encierro el retrato de su guardián.
Me parece una historia fascinante por lo que tiene de novelesca y de
contradictoria: el brazo del poder represor, inmortalizado de tan hermosa
forma; el encierro del artista, momento propicio para la liberación de los
impulsos y del fuego creador, para el alejamiento de los rígidos cánones
clásicos y el surgir del ímpetu y el vigor del ya cercano Romanticismo.
Cuando era
niña, tenía una enorme afición a los cuentos clásicos, aquellos que estaban plagados
de bosques tenebrosos y hombres amenazadores, y que poblaban mis noches de
momentos de angustia (era, como se puede deducir, una pequeña aficionada a las
emociones fuertes). Entre todos aquellos relatos inquietantes, me gustaba de
forma especial uno que contaba la historia de un joven médico bendecido con el
don mágico de curar a cualquier enfermo; a cualquiera… excepto a aquel a cuyos
pies viera sentada a la Muerte. Durante años, la posibilidad de sentir el peso
de la Muerte en el borde de mi cama me llenó de terror. Mucho tiempo después,
he revivido ese miedo de infancia a través de este cuadro de la pintora
austriaca Marianne Stokes (1855-1927), titulado La muchacha y la Muerte. No es casualidad que la obra de esta
artista me haga evocar el mundo de los cuentos de hadas; con su estilo
preciosista y delicado, Stokes creó un universo en el que conviven campesinos,
santos y personajes de leyenda, todos ellos vistos a través del filtro de la
idealización. Cuando descubrí esta escena, con la aterradora figura de negro
que despliega sus alas hasta ocupar casi el estrecho espacio de la alcoba, me
sentí identificada con la joven que se incorpora en el lecho y se tapa en un
inútil gesto de autoprotección. Por un momento, revivió en mí la incertidumbre
de extender el pie bajo las sábanas en medio de la oscuridad, temiendo
encontrar un peso amenazador al borde de la cama.
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