OTRO SAN VALENTÍN
Este
año me he sentido un poco menos sola en mi sempiterna aversión por esta fiesta rancia
y hortera que, para mayor espanto, se ha apropiado de la hermosa palabra
“romanticismo” y la ha arrebatado del ámbito de las grandes pasiones para reducirla
al terreno confortable de la cena con velas, el previsible ramo de rosas y el
regalito de El Corte Inglés. Este año
(por primera vez en muchos), no me he encontrado a mis alumnos presas de la
excitación ni perdidos en miradas soñadoras, ni he presenciado cruce alguno de
mensajes, tarjetas ni flores. De hecho, no me habría dado cuenta de que era San
Valentín de no ser por dos iniciativas de carácter muy distinto que han traído
la fecha a mi memoria.
Cuando
subí la escalera de mi instituto ayer por la mañana, me encontré con que las
paredes que flanqueaban mi camino hasta el departamento de Lengua estaban
decoradas con carteles elaborados por los alumnos. Las destinatarias eran
claramente femeninas; los mensajes, consignas del tipo: «Antes de querer a nadie, tienes que quererte a ti». Esta frase en particular
resonó en mi interior como un aldabonazo. Pensé que, de haberme aplicado dicho
consejo desde la tierna edad de mis alumnas, otro gallo me habría cantado.
Había más carteles y más consignas que me animaban a valorarme, a no delegar en
el otro mi propia felicidad, a buscarme y encontrarme sin sentirme incompleta
por no tener pareja. Había, incluso, una caja con una ranura en la tapa y la
indicación: «Deposite
aquí sus micromachismos». Me fui a la primera clase de la mañana con una
feliz sensación de extrañamiento, en esa jornada de San Valentín sin flores,
ripios ni corazones de papel.
La
segunda nota disonante la protagonizaron los alumnos de la clase que tenía después del recreo. Había programada para esa hora una actividad extraescolar
para todos los primeros de Bachillerato que tendría lugar en el salón de actos.
Cuando me dirigí a buscar a mi grupo para acompañarlo, me encontré con que no
había nadie en clase: habían bajado por su cuenta. Como suelo hacer, me quedé
unos instantes contemplando el aula vacía, saboreando esa peculiar melancolía
de los lugares habitados hasta hace unos instantes por un grupo humano,
especialmente si está compuesto por jóvenes bulliciosos. Entonces me fijé en el
dibujo que ocupaba una de las mitades de la doble pizarra.
He
de decir que no es extraño que la pizarra de esta clase aparezca decorada por
todo tipo de diseños e ilustraciones; se trata de un grupo de Artes Plásticas,
compuesto por alumnos que no pueden soltar el lápiz, ni siquiera cuando te
están escuchando con atención (cosa que hacen a menudo). Me ocurre con
frecuencia ir a escribir una oración o un dato en la pizarra y tener que borrar
un dibujo que yo no sería capaz de realizar ni aunque pusiera en ello todos mis
sentidos. Siento un gran peso en el corazón cada vez que elimino a golpe de
borrador una de estas muestras de arte efímero. Pero volvamos al dibujo que me
encontré ayer después del recreo. Era tan grande y yo estaba tan cerca de la
pizarra que tardé un poco en ver el conjunto y captar su sentido. Lo hice
cuando leí el cartel escrito al pie, en el que se leía el siguiente mensaje: «Sam va lentín». No habría entendido su significado de no ser
porque justo encima, dibujada con singular pericia, se veía la figura de un
hobbit que caminaba con su hatillo y su cayado, lanzando una petición escrita en
un bocadillo: «Espéreme,
señor Frodo». Frente a él, se
desplegaba un increíble diseño de líneas curvas y envolventes, en el que se
distinguía una amalgama de seres mágicos y monstruosos, como representación de
los peligros que el personaje se disponía a afrontar. Primero me quedé pasmada
por la habilidad del anónimo dibujante y después, cuando capté el doble sentido
de la escena, me eché a reír. Mi risa resonó en el aula vacía. Aquel Sam,
entrañable compañero de aventuras del buen Frodo de Tolkien, en efecto iba
“lentín”, a la zaga de su resuelto camarada. Lo que me sigue asombrando es el
mecanismo mental que produjo la asociación de los protagonistas de El señor de los anillos con la
celebración del día. Estos alumnos míos son los reyes de la vanguardia. Sam va lentín. Me voy a acordar de esta
fórmula todos los 14 de febrero que me queden por vivir. Y también del día de
San Valentín en que, por primera vez, me sentí un poco menos divergente.
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