LOS CUADROS DE NOVIEMBRE (2017)
Hace unos
días se produjo el cambio al horario de invierno. Consecuencia: desde el
domingo pasado, la noche cae con una precipitación (para mí) insoportable. Para
consolarme, recurro a la pintura; no es la primera vez. El pintor japonés
Eijiro Kobayashi recoge toda la belleza y el misterio del ambiente nocturno en Noche de verano en el río Sumida. Este artista que desarrolla su actividad a comienzos del
siglo XX conserva, pese a ello, los elementos tradicionales de la pintura de su
país: delicadeza, precisión en el dibujo, exquisito cuidado de la composición.
Sus paisajes parecen a primera vista indistinguibles de los de autores más
antiguos, como Hiroshige y Hokusai, pero ciertos rasgos delatan su modernidad,
como el variado tratamiento de las siluetas en el contraluz, que va desde el
negro cerrado de la figura femenina del primer plano al gris de las barcas y
sus ocupantes situados en un punto más alejado. La consecuencia es el logro de
una profundidad que lo separa del efecto plano de las estampas japonesas
tradicionales. Cuestiones técnicas aparte ―o tal vez gracias a ellas―,
Kobayashi es un maestro en la creación de paisajes crepusculares, habitados por
personajes de los que sólo se nos muestra la silueta y presididos por focos de
luz que se erigen en protagonistas. Contemplando este, me parece captar el
frescor del agua y oír los plácidos ecos de las barcas al deslizarse sobre la
superficie tranquila del río. ¿Y qué decir de la preciosa rama de árbol que se
recorta frente a la luna? Pura poesía en imágenes.
Si hay
alguien capaz de convencerme de las bellezas que alberga la noche, ese es el
pintor británico Joseph Wright of Derby, autor de numerosos paisajes nocturnos
llenos de serenidad en los que, sin embargo, ya se dejan sentir rasgos del
incipiente Romanticismo. En este, titulado Luz de luna, el
artista se sirve de un recurso habitual en él: la disposición del punto de
vista en el interior de una gruta, con lo cual el paisaje queda enmarcado por
una pared rocosa. El efecto es a la vez estético y sentimental: de un lado, la
imagen es más impactante e indudablemente más bella; por otra parte, se
acrecienta la sensación de soledad del que la contempla, la impresión de estar
encerrado en la oscuridad y estarse asomando a un mundo más luminoso e
inalcanzable, el que crea el reflejo de la luna en el exterior. Esta noche
clara y apacible, de nubes blancas y aguas tranquilas, oculta bajo su
confortable cubierta un sentimiento de inquietud, el que se plasma en el puente
de líneas inestables y en la figura solitaria que asomada a él contempla,
diminuta y perdida, la infinitud del océano. Como decía al principio, el
Romanticismo con sus tormentas interiores se va abriendo paso, lento y seguro,
por debajo de la equilibrada visión dieciochesca del mundo. En breve, revolverá
las aguas, agitará las nubes y creará escenas nocturnas mucho menos
tranquilizadoras.
Sigamos
explorando la noche. En este caso la noche urbana, la de la iluminación
eléctrica, los personajes cobijados en las pequeñas islas de luz de sus
viviendas y las ventanas que se recortan en la oscuridad y se convierten en un
escenario expuesto a las miradas. El gran plasmador de la soledad de la vida en
las ciudades, Edward Hopper, pintó estas Ventanas en la noche usando al parecer el punto de vista privilegiado que
le proporcionaba un tren elevado al pasar junto a un edificio.
Gracias a este recurso, nos encontramos suspendidos en el aire, en una posición
apta para penetrar en la intimidad de las rutinas ajenas. La habitación que
emerge de las sombras frente a nosotros tiene el encanto de las historias que
se narran con elipsis y que el lector activo tiene que completar con lo que
deduce o imagina. Las tres ventanas nos ofrecen fragmentos de un mismo
interior: vemos así un visillo agitado por el viento, una mujer inclinada hacia
adelante y vestida sólo con una combinación, un foco de luz cubierto por una
tela anaranjada. Estos tres elementos deben encajar en una historia conjunta
cuyo sentido global se nos escapa. Ignoramos la actividad a la que se dedica la
única habitante de esta habitación, de igual forma que ignoramos por qué nos
produce inquietud esta escena cotidiana, cuyas piezas no terminan de encajar
del todo. En este juego de revelar y ocultar, nos sentimos testigos indiscretos
pero también personajes excluidos; estamos a la vez dentro y fuera, a punto de
descubrir un secreto pero sin lograrlo nunca. Contribuye a la sensación general
de malestar el hecho de que Hopper despliegue los colores más incómodos de su
paleta: en el verde frío e inhóspito de la habitación, se recortan con la
inoportunidad de un chirrido el azul pálido del visillo, el rosa de la
combinación y el naranja de la tela que parece estar en llamas. Estos colores
artificiales, fruto de la iluminación eléctrica, son la antítesis de la armonía
cromática. Misterio, incomodidad, desasosiego: Hopper nos habla una vez más de
la imposibilidad de acceder al otro, de la inquietante contigüidad de
existencias inconexas, del aislamiento y la soledad de la vida moderna.
El pintor
británico John Atkinson Grimshaw explora los puntos de intersección entre la
claridad y las sombras en Carretera
bajo la luz de la luna. No es la
primera vez que traigo a esta sección un cuadro de este artista, y confieso que
he tenido que contenerme para no volver a hacerlo antes: de tal forma me atraen
sus paisajes a la vez plácidos y misteriosos, que cambian de signo según el
estado de ánimo con el que se los contempla. La obra de Grimshaw se basa casi
siempre en el clásico recurso de abrir frente al espectador una vía ―un camino,
una calle, los raíles de un tren, la huella de unas ruedas sobre la nieve― que
se pierde en la distancia e invita a incorporarse al universo pintado. Sus
noches están con frecuencia presididas por majestuosas lunas llenas que
tranquilizan con su claridad pero a la vez realzan la negrura de las siluetas
que se recortan frente a ellas, el misterio de los rincones a los que no llega
su resplandor. Esta Carretera
bajo la luz de la luna es un compendio
de todas las cualidades de su autor: la extraordinaria pericia técnica con que
se plasma el reflejo lunar sobre el suelo embarrado, el juego de claros y
nubes, la preciosa filigrana de las ramas perfiladas sobre el cielo. En esta
noche clara y silenciosa, nos parece oír los pasos de los dos únicos seres
humanos que habitan el paisaje, un adulto y un niño que se alejan cogidos de la
mano. A mí me gustaría seguirlos e incorporarme a esta noche que es a la vez
hermosa e inquietante, antes de que la pareja desaparezca tras la curva, antes
de que una nube cubra la luna y se produzca por fin el triunfo de la
oscuridad.
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