MALOS SUEÑOS
Parafraseando a Augusto Monterroso, diré que
ayer, cuando desperté, el monstruo todavía estaba allí.
Apareció al encender el televisor. Tenía
apariencia humana, la de un tipo barbudo y con turbante que agitaba el dedo
frente a la cámara mientras gritaba en una lengua incomprensible. La locutora
del telediario matutino tuvo la amabilidad de traducir su proclama con voz
neutra y bien modulada: el barbudo del turbante era un político extremista de
la India que animaba a sus acólitos a lapidar a una actriz de Bollywood. De
golpe, se me heló el primer café de la mañana. La sangre en las venas, también.
En esto, cambiaron de signo las imágenes y
aparecieron en la pantalla bellos planos de una lujosa producción
cinematográfica. Una pareja de actores no menos bellos encarna en ella, al
parecer, a dos enamorados. Pero entra en escena un perverso musulmán –aquí,
plano del perverso en plena galopada- que interfiere en tan dulce idilio. Por
lo visto, en la película se establece una relación entre el malévolo seguidor
de Alá y la protagonista, lo cual ha ofendido gravemente al del turbante y sus
acólitos; de ahí la solicitud de muerte a pedradas para la actriz. Nada decía
la noticia de una solicitud semejante para la lapidación de los actores que
encarnan al novio o al villano. Ni para el guionista, el cámara o el director.
Deseé muchas cosas en aquel instante (creo que pocas
veces he deseado tantas nada más levantarme): recuperar la temperatura perdida,
no habitar el mismo planeta que el energúmeno del turbante y sus acólitos, no pertenecer siquiera
a la misma especie que ellos. Volverme a dormir, a ser posible, y que al
despertar de nuevo los monstruos se hubieran desvanecido. Que ninguna criatura
inefable pudiera traspasar la barrera de los malos sueños. O, si acaso, sólo el
simpático dinosaurio de Monterroso.
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