LOS CUADROS DE OCTUBRE (2017)
El pintor
estadounidense de origen danés Soren Emil Carlsen (1853-1932) es un hábil
captador de la singularidad y la belleza de las cosas pequeñas. Entre sus
cuadros hay un gran número de naturalezas muertas en las que recipientes,
flores, frutos y prendas de vestir nos saludan desde ese puesto en la eternidad
que algunos artistas se molestan en otorgar a los detalles en principio
intrascendentes. Aparte de su indudable habilidad para reflejar los distintos
materiales y texturas, cualidad fundamental en un pintor de bodegones, Carlsen
tiene ese añadido que sólo unos pocos consiguen: la capacidad de dotar de alma
a los seres inanimados que pueblan sus composiciones. Dentro de sus obras de
este tipo, me gustan especialmente varias que tienen como elemento central un
abanico. No nos engañemos: los objetos como este, accesorios y vinculados por
la tradición literaria y teatral a temas sentimentales, despiertan de forma
automática el interés del espectador. Ubicado en un espacio abstracto y con la
única compañía de un pequeño jarrón, este abanico que ocupa la parte central
del lienzo nos parece el testigo de múltiples aventuras, el recuerdo de
innumerables lances amorosos. Pero es, además, gracias a los pinceles de
Carlsen, un objeto bello en sí mismo, parte de un universo de armonía cromática
de increíble exquisitez. Los objetos con alma y presencia, pero también los
objetos reducidos al mero goce de sus formas y colores: un detonante para la
imaginación del que los contempla, pero también para el disfrute de sus
sentidos.
Después
de muchos años de dar clase a los más jóvenes del instituto, este curso solo
tengo grupos de mayores. Aunque me encuentro muy a gusto con ellos, reconozco
que echo de menos los rostros y expresiones de los más pequeños, sus miradas
limpias y sus comentarios llenos de ingenuidad e imaginación. Por eso he
querido traer hoy a esta sección el delicioso cuadro de Ángeles Santos titulado
Niña (Retrato de Conchita). A lo largo de su dilatada carrera, la pintora Ángeles
Santos Torroella tuvo contacto con las vanguardias, en especial el Surrealismo
y el Cubismo. Encontramos la huella del segundo en este cuadro en el que se
aúnan tradición y modernidad. En un primer vistazo, este retrato seduce por la
naturalidad de la modelo y la acertada captación del espíritu infantil. Es
inevitable sentir atracción por los enormes ojos que nos escrutan desde el
lienzo, por la actitud a medias curiosa y regocijada de la pequeña que nos
oculta parte de su rostro tras una mano. Como es tan habitual en los niños, la
modelo ha adoptado una postura inestable que va a durar apenas un segundo: es
el que la autora ha elegido dejar detenido para la posteridad. Lo instantáneo y
lo perdurable se alían así, de la misma forma que lo clásico y lo nuevo. Porque
una observación más detallada pone en evidencia la simplificación de las formas
y la reducción de la figura humana a volúmenes esenciales, herencia del
Cubismo, así como una improvisada colocación de la modelo que nos sitúa en la
estela del arte fotográfico. Una obra fácil en apariencia, que apela a nuestro
lado sentimental, pero que esconde una compleja elaboración mezcla de elementos
dispares; un ejemplo de cómo dirigirse a nuestro lado más básico, utilizando
los recursos de una profunda sabiduría pictórica.
La obra
del pintor y fotógrafo alemán Gerard Richter oscila entre dos posiciones muy
distantes entre sí y rara vez unidas en el mismo artista: la abstracción y el
hiperrealismo. Al último de estos estilos pertenece este retrato titulado Betty, uno de los dos que
pintó empleando como modelo a su hija. Para realizar este tipo de cuadros,
Richter parte de una fotografía que realiza él mismo y que traslada al lienzo
con total fidelidad, pero a la que aplica luego su característico difuminado,
que le da un toque especial y aleja el resultado de un realismo simple y
ramplón. Ese es el juego que singulariza su obra: la imagen se parece al
original, pero está envuelta en una pátina que la llena de encanto y misterio;
es y no es como una fotografía. De los dos retratos que realizó de su hija
Betty de niña, este me gusta especialmente: el movimiento espontáneo de la
modelo, la sensación de instantaneidad, así como la incógnita del rostro que se
nos oculta, componen una imagen atrayente, que capta de inmediato nuestra
atención. El vivo estampado que resalta sobre el fondo neutro y los bellos
matices de la melena hacen el resto. Acostumbrado a combinar formas y colores
con total libertad en el terreno de la abstracción, Richter es también el dueño
absoluto cuando se mueve en el ámbito de la figuración más estricta. A pesar de
su fidelidad a la fotografía que le sirve de base, este retrato parece sacado
de la imaginación del artista, que ha combinado elementos a su antojo con el
fin de conservar para siempre la imagen de la joven Betty, tan llena de vida.
Estaba
buscando el último cuadro para este mes de octubre cuando me he enterado de la
muerte de la pintora Isabel Quintanilla. Desde hacía tiempo, alguna de sus
obras formaba parte de la amplia lista de espera de la que se va nutriendo esta
sección. Me habría gustado que fuera otro el motivo para seleccionarla, pero
sirvan estas palabras como pequeño homenaje a una artista admirable. Isabel
Quintanilla pertenece a ese grupo de talentos privilegiados capaces de dotar de
magia y trascendencia a los aspectos más vulgares de la vida. Un vaso es el
sencillo título de este cuadro extraordinario. Partiendo de una paleta
restringida al máximo, Quintanilla consigue algo inaudito: pintar lo
transparente. Este recipiente de cristal lleno de agua, apoyado sobre un
alféizar blanco, recortado en el marco también blanco de la ventana que se abre
a un paisaje urbano de idéntico color, podría haber sido la nada absoluta, pero
lo es todo. Con los elementos mínimos ―la realidad más simple y cotidiana, la
mayor de las restricciones cromáticas―, la autora crea una composición en la
que uno puede recrearse durante horas. ¿Qué tiene este humilde vaso para
reclamar de semejante forma nuestra atención? ¿El indudable alarde técnico con
que está pintado, el aura de soledad que lo envuelve, lo que sugiere sobre el
universo humano que descubriríamos si nos fuera dado asomarnos al entorno que
lo rodea? Es un cuadro arriesgado de puro sencillo. Difícil ―casi imposible,
diría yo― crear más con menos.
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