LA MUERTE Y LA PRIMAVERA
Cuando
Mercè Rodoreda murió en 1983, estaba trabajando en una novela titulada La muerte y la primavera, que dejó
inconclusa. Es fácil pensar que una obra que queda incompleta tras la desaparición
de su autor es un proyecto de los años finales de este, una especie de
testamento que queda truncado. No es así en este caso: dos décadas antes, en
1961, cuando aún no se había publicado La
plaza del diamante, Mercè Rodoreda envió una primera versión de La muerte y la primavera para su
participación en el Premio Sant Jordi, uno de los más prestigiosos para novelas
en lengua catalana. Así se lo contó
ella misma por carta a su amigo Joan Sales, poeta y editor, además del
auténtico descubridor del talento de esta autora. En otra carta con el mismo
destinatario, Rodoreda explicaba que se trataba de una novela «terriblemente poética y terriblemente negra. Con mi
estilo de ahora: en primera persona y procurando decir las cosas de la manera
más pura e inesperada. Será una novela de amor y de soledad infinitas».
Por
supuesto, La muerte y la primavera no
ganó el Premio Sant Jordi el año 61. Rara vez se premian la incomodidad y la
audacia. En su lugar consiguió el galardón la novela El último rellano ―L’ultim
replà―, de Josep Maria Espinàs, una obra de compromiso social que no
conozco pero que presupongo más tranquilizadora, a pesar de su realismo y su
afilada visión de la sociedad de la época. O precisamente gracias a ellos: es
menos desasosegante enfrentarse a los problemas reales que adentrarse en
territorios oscuros y poco transitados, los que discurren frente a los ojos del
lector apenas traspasa el umbral del primer capítulo de La muerte y la primavera.
La
novela de Rodoreda no ganó, pues, el premio Sant Jordi. La escritora siguió
trabajando en ella, reescribiendo y limando asperezas una y otra vez, hasta que
la abandonó para tomarse una pausa necesaria, que la llevaría a emprender otras
empresas literarias y a dejar enfriar, para contemplarlo con la distancia
necesaria, un proyecto que tal vez la sobrepasaba un poco. Y la distancia
necesaria fueron nada más y nada menos que veinte años. Entonces Rodoreda
sintió la urgencia de terminarla. «Antes de
nada quiero dejar lista La muerte y la
primavera. ¡Falta poquísimo!», le escribió a su amigo Joan Sales, cuando este
la animaba a dar forma literaria a sus evocaciones de infancia. Estas palabras
cobraron en breve una resonancia fúnebre: la autora murió al poco de
escribirlas, precisamente en primavera. Dejó tras sí un cúmulo de versiones y
anotaciones, un auténtico laberinto que la paciencia y la pericia de su amigo y
editor, y posteriormente de su viuda, Núria Folch, consiguieron desentrañar. La muerte y la primavera apareció así
por fin en 1983, después de tan azarosas peripecias, teñidas en los últimos
años por la tristeza de la desaparición de las personas que la crearon y
alentaron su publicación.
Pero hablemos sobre la novela. Es un libro que he
comentado poco con otros lectores, por la razón obvia de que no es un libro
demasiado leído. Tampoco me he atrevido nunca a recomendarlo, como hago, en
cuanto me piden opinión, con Espejo roto
y los cuentos de Rodoreda. Porque hay algo tremendamente incómodo en esta obra
extraña y contundente, algo que nos saca de ese terreno conocido en el que se
mueve un porcentaje elevado de las obras de ficción, incluso aquellas que
juegan a provocar la extrañeza y a crear mundos irreales. Algo inquietante en
grado sumo, demasiado inquietante diría yo, incluso para los que deseamos que
la literatura nos saque de la atonía, nos sacuda por dentro y nos devuelva a
nuestro sillón de lector después de transformarnos por completo.
La muerte
y la primavera nos sitúa en un espacio y un tiempo imprecisos. Son el espacio y el
tiempo de las pesadillas, de nuestros rincones más recónditos, de la parte
atávica e irracional que nos cuesta reconocer como propia. El
narrador-protagonista, un adolescente cuando comienza la historia, nos
introduce en la vida de su comunidad, en la esplendorosa y amenazadora
naturaleza que la rodea, en el extraordinario pueblo levantado sobre rocas por
debajo de las cuales fluye, incesante y brutal, el curso de un río. Esa
comunidad humana se rige por normas cuyo origen se pierde en la noche de los
tiempos y que dominan la vida de sus habitantes con la misma inflexible
cadencia de las estaciones que se suceden. Todo es cíclico e imparable en este
universo primitivo: las aves que ocupan periódicamente al pueblo, los crueles
castigos que caen sobre los que infringen la ley, las glicinas que con su
movimiento ascendente empujan los muros y tejados de las casas, el terrible
ritual por el cual cada año un hombre elegido al azar debe sumergirse en el río
y recorrer el pueblo por debajo, en un viaje que lo conduce a la desfiguración
o la muerte. Y, finalmente, la búsqueda del árbol que cada habitante tiene
asignado desde su nacimiento para, en el momento de la desaparición, abrir su
corteza y meterse en su interior para morir. La vegetación que tanto amó
Rodoreda en su vida cobra aquí un extraordinario protagonismo: sus personajes
están llamados a fundirse con la naturaleza, a dejarse llevar por el implacable
ciclo de la vida en un nivel semejante al de las criaturas vegetales y
animales, sus compañeros de viaje.
Podría decir mucho más sobre el asombro que me
produjo esta novela de Rodoreda cuando la leí por primera vez ―hace ya de eso
casi treinta años― y que me ha vuelto a producir en esta relectura. Solo
añadiré que la autora cumple a la perfección su propósito de «decir las cosas de la manera más pura e inesperada». Los grandes autores
consiguen que la naturalidad sea fruto de un trabajo medido y minucioso: en
este universo sorprendente, todo fluye sin afectación; Rodoreda crea sin que se
trasluzca su esfuerzo de crear. Más que inventar un mundo de la nada, produce
la impresión de estar dando retazos de una realidad contemplada mil veces. Y,
por qué no, me voy a atrever a decirlo: hay que leer La muerte y la primavera. Aunque nos desazone con sus imágenes
brutales y su estilo entrecortado, aunque nos coloque frente a un espejo en el
que no nos apetezca mirarnos. La vida del común de los mortales se compone de
muchos momentos anodinos y de un pequeño puñado de experiencias excitantes. La
lectura es la forma más inocua que conozco de arriesgarse.
Hola Bea,
ResponderEliminarNo sé si puedes ver mis comentarios. Alguno he hecho ya, pero creo que no se ven por la razón que sea.
Hago este comentario a modo de prueba.
Me ha gustado mucho que nos recuerdes a mi admirada escritora catalana. Curiosamente La muerte y la primavera es la única novela de la autora que me queda por leer. Y me temo que seguirá siendo así, porque ni en Amazon hay publicaciones de Mercè Rodoreda, me parece increíble.
Pues no sé por qué no han aparecido los anteriores comentarios, pero como ves, este se ha publicado sin problema.
EliminarTe iba a decir que la única forma de encontrar "La muerte y la primavera" es comprar un ejemplar de segundo mano (o pedírmelo prestado a mí, que es otra posibilidad), cuando he recibido un comentario en esta misma entrada que nos ofrece una opción nueva y alentadora. No tienes más que seguir leyendo.
Gracias por intentar de nuevo publicar tu comentario, esta vez con éxito.
Hola Bea y anónimo. Les puedo dar una excelente noticia,acabamos de publicar hacer una nueva traducción de La muerte y la primavera con una magnífica traducción de Eduardo Jorda en la editorial Club editor
ResponderEliminarExcelente noticia, desde luego. Gracias por hacérnosla saber.
Eliminarhttp://clubeditor.cat/es/llibre/la-muerte-y-la-primavera
ResponderEliminarEs bastante increible porque llegó a librerías ayer. así que a celebrarlo y a seguir leyendo. Si os interesa les puedo pasar las reseñas que ya han salido.
ResponderEliminarQué casualidad. Pues ya van varias personas que me han preguntado por la novela y a las que les he dicho que está descatalogada... Fantástico que nos pases las reseñas. Encantada de darles difusión.
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