POR LA ESCALERA DE AOMAME

Desde hace tres meses, vivo muy cerca del centro de Madrid. Mi percepción de que vivo “muy cerca” y no en el mismo centro viene dada por una cuestión más subjetiva que medible en términos físicos: basta decir que en un par de minutos me planto todas las mañanas en la Gran Vía y, mientras espero algo aturdida por el sueño a que se abra el semáforo, contemplo maravillada la novedad de empezar la jornada en ese paisaje urbano. He pasado de ver amanecer a diario en la carretera a saltar de la cama y encontrarme inmersa en un cuadro de Antonio López.

Pero volvamos a mi percepción de que no vivo exactamente en el centro. Viene dada por la peculiar situación de mi calle, transversal a una pronunciada cuesta que conecta una de las zonas más emblemáticas de Madrid con las profundidades por las que discurre el río. Es como si mi casa estuviera colgada en el arranque de ese descenso, luchando por no ser apartada del meollo y engullida hacia lo hondo. La consecuencia es que, cada vez que atravieso mi portal, tengo que detenerme unos segundos para tomar una decisión. Si me dirijo hacia la izquierda, desemboco en una cuesta que me conducirá lenta pero uniformemente hacia un sitio más transitado. Es la opción ideal para quien se ha despertado hace no mucho y va calentando motores antes de afrontar la jornada de trabajo. Si elijo ir a la derecha, salvaré el desnivel con un sistema mucho más brusco y expeditivo: una escalera. Es la opción para prisas y emergencias, sólo apta para quien está en buena forma y no le teme a la inevitable pérdida de resuello que acompaña al ascenso.

La escalera de la que hablo tiene un diseño en zigzag y los peldaños muy altos. Asomarse a ella desde arriba produce algo de vértigo; yo la bajo siempre agarrada al pasamanos, olvidada de esa tendencia infantil que todavía conservo de ir saltando de escalón en escalón. Subirla de un tirón requiere cierto entrenamiento. He visto gente muy joven resoplar e incluso detenerse a medio camino, mirando hacia lo alto con rencor. Es una escalera fea y algo sórdida, de un diseño funcional y agresivo: rechaza sin concesiones al viandante de edad, al que va cargado o se ayuda de algún adminículo con ruedas. Y, sin embargo, siento por ella una absurda debilidad. Lamentaré el momento en que unas proyectadas obras de remodelación la eliminen y conviertan ese rincón en un territorio accesible, amable con la vista y con las piernas. Porque esa construcción brusca, antiestética e incómoda me recuerda cada vez que subo o bajo por ella a uno de los comienzos de novela más fascinantes que he leído en mi vida: es para mí la escalera de Aomame.

Nadie que haya leído 1Q84 de Haruki Murakami podrá olvidar, creo yo, el arranque de la historia. Un atasco, una autopista urbana elevada sobre la ciudad y la protagonista femenina atrapada en el interior de un taxi. Ella es Aomame, una joven profesional que acude a una ineludible cita de trabajo. No parece demasiado angustiada ante la idea de llegar tarde ―en realidad, no parece un personaje que se angustie fácilmente―, pero acepta sin pensárselo demasiado la solución que le propone el taxista: abandonar el coche, dirigirse a un espacio destinado a las paradas de emergencia, saltarse una valla y descender por una escalera que la llevará a la ciudad, donde podrá tomar un tren. Así se inicia la aventura de Aomame. Caminando por una autopista entre vehículos parados, saltando obstáculos con su impecable vestimenta de trabajo, descendiendo descalza la vertiginosa escalera que la conducirá a otra realidad. Cuando llegue abajo, ya no estará en el Tokio de 1984: ha llegado a 1Q84, un mundo presidido por dos lunas, en el que la misteriosa Little People campa por sus respetos y en el que empezará un juego de desencuentros con el amor de su vida, un joven con el que contactó brevemente dos décadas atrás.

Esta misteriosa escalera de emergencia que conecta dos mundos, trasunto moderno y urbano de la madriguera del conejo de Alicia en el País de las Maravillas ―y, en definitiva, de todos los troncos huecos por los que se precipitan los personajes de los cuentos populares―, es una imagen poderosísima, que no me puedo quitar de la cabeza. Creo que nos pasa a todos los lectores fascinados por 1Q84: vamos atribuyendo los sucesos misteriosos de nuestras vidas a la intervención de la Little People y las noches de luna llena miramos hacia lo alto con la esperanza de descubrir un segundo satélite en el cielo. Esperamos, tal vez, que aparezca aquel remoto personaje que hizo latir nuestro corazón con brevedad y contundencia y que es, a pesar de lo que dictan todas las normas del sentido común, el amor de nuestra vida.

A la espera de que esto suceda, yo subo y bajo de vez en cuando por la escalera de Aomame. Es un disparate urbanístico, es fea y es incómoda. A mí me hace soñar. A falta de madrigueras de Alicia, me dejo llevar por su magia.

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