MIS FOTÓGRAFOS (XIV)
Sirviéndose
de recursos que confieren a sus imágenes un indudable carácter pictórico, la
fotógrafa búlgara Katia Chausheva es autora de un mundo íntimo y delicado, con
frecuentes toques oníricos. Sus creaciones me resultan todas ellas
inspiradoras, pero no he dudado en elegir la que encabeza estas líneas, que,
por su parecido con ciertas escenas de mis sueños, me produce por ello una
doble sensación de extrañamiento y cercanía. Gracias a una exposición múltiple,
Chausheva sitúa en el escenario del bosque a un caballo que no debería estar
allí y que avanza, fantasmal e imparable, por un curioso camino empedrado. Todo
en este bosque es simétrico, extrañamente quieto y ordenado: los troncos en
perfecta verticalidad, el sendero que se quiebra en ángulos para adentrarse en
la niebla. Es un paisaje compuesto a base de elementos que no casan del todo;
el equilibrio de las líneas y el ambiente sombrío son percepciones opuestas,
que chocan en nuestro cerebro acostumbrado al imaginario tenebroso heredado de
románticos y surrealistas. Somos claramente espectadores no implicados en la
escena (el camino se desvía hacia nuestra derecha y no nos invita por ello a
adentrarnos en el bosque, el caballo está a punto de pasar de largo a nuestro
lado), pero aun así es inevitable que busquemos un sentido a esta visión
inquietante, que estamos abocados a contemplar desde fuera, sin comprender su
alcance.
Nunca
antes había repetido fotógrafo en esta sección, pero media tanta distancia
entre el delicado blanco y negro de Alas
de mariposa, la obra de Cristina García Rodero que incluí en septiembre de
2012, y esta explosión cromática perteneciente a su serie Tierra de sueños, que parece como si se tratara de una autora
diferente. En efecto, Cristina García Rodero se ha pasado al color. Y lo ha
hecho para retratar aspectos de la vida del país colorido por antonomasia, la
India, pero también ―curiosamente― para adentrarse en terrenos sombríos. Tierra de sueños es una serie
fotográfica que saca a la luz a los más vulnerables de una sociedad llena de
vida y de contrastes. Enfermos, niños invidentes y con parálisis cerebral son
los protagonistas de este fresco de alto impacto visual y emocional. A veces,
como en el caso de la fotografía que precede a estas líneas, bajo la
espectacular belleza de la imagen subyace una realidad terrible: estas
jovencitas envueltas en el más hermoso de los azules son actrices de un
espectáculo con el que se pretende concienciar a la población del horror que
suponen los abortos selectivos. Cristina García Rodero ha abandonado por una
vez el blanco y negro, pero no el claroscuro en que se encuentra sumida la
existencia de gran parte de la humanidad.
Hará
cosa de un mes, publiqué una entrada sobre la exposición Wildlife Photographer of the Year, en la que
comentaba las imágenes que más habían llamado mi atención cuando la visité.
Dejé fuera a propósito una de ellas, probablemente la que me había resultado
más sugerente y atractiva. Quería incluirla en esta sección por la que llevan
años desfilando fotógrafos de variado renombre y carácter, para dejar con ella
representado a ese amplio número de artífices de la imagen empeñados en
perseguir y atrapar con sus objetivos la belleza del mundo natural. Su autor es
el noruego Audun Rikardsen; su expresivo y conciso título en inglés, que me
resisto a traducir, Night blow. La cartela que la acompañaba en la
exposición narraba las circunstancias en que fue tomada, que constituían en sí
un episodio de novela de aventuras: la noche polar, el barco pesquero que
regresa a puerto escoltado por varias ballenas que buscan alimento fácil, el
fotógrafo que sale en su bote y en su precipitación olvida llevarse una
linterna, la arriesgada postura fuera de la borda y el premio del chorro de
vapor emergiendo frente al objetivo tras una larga y peligrosa espera. No en
vano, esta fotografía tiene la fuerza y la poesía de las novelas de aventuras tradicionales,
de Stevenson y de Melville, y también, como en estos autores, conjuga la
grandeza del mundo material con el alcance metafísico de la peripecia, que es a
la vez una superación de obstáculos reales y una búsqueda de la propia
identidad. A mí este fotógrafo que persigue al monstruo marino en una noche sin
amanecer me parece un símbolo del ser humano enfrentado a sus terrores más
hondos: fotografía de la naturaleza, desde luego, pero también de la naturaleza
humana.
Tenía decidido desde
hacía tiempo que la siguiente imagen que comentaría en esta sección sería una
de las que forman la serie titulada La calle, del fotógrafo barcelonés
Joan Colom. Los trágicos acontecimientos sucedidos esta semana en Barcelona han
convertido esta elección en una triste coincidencia. Colom es un extraordinario
cronista de los barrios más complicados de la Ciudad Condal, que recorrió
durante años con una cámara convenientemente disimulada para no perturbar las
actividades de sus habitantes y poder así mostrar el pulso real de la calle.
Prostitutas con sus clientes, tipos marginales, policías y maleantes son los
protagonistas habituales de un universo gráfico lleno de vida. Todas las
imágenes pertenecientes a esta serie que he podido ver rebosan naturalidad y
comprensión hacia los personajes que en ellas aparecen. Por razones sentimentales, y supongo que también
relacionadas con mi profesión, me atrae de forma especial el retrato de este
muchachito de mirada difícil e indumentaria de adulto, que recibe de forma poco
complaciente el gesto autoritario de una persona carente de rasgos
individuales. El encuadre es un prodigio de expresividad y eficacia: las líneas
rectas que representan el orden establecido, representado tan sólo por la caída
de una gabardina y un brazo extendido con gesto terminante, en un feroz ángulo
recto, frente al movimiento de los chiquillos callejeros del fondo, pillados en
plena actividad y desenfocados. Y, en el centro de la composición, nuestro
protagonista, con su actitud corporal de hombre en miniatura, clavando su
mirada en nosotros como si se saliera por un instante de su contexto para
explicarnos sin necesidad de palabras las razones de su amargura precoz, de su
gesto airado.
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