TAN CERCA DE AUSTER
A
unos pocos metros, de hecho. No sabría decir cuántos (¿cinco?, ¿diez?
La capacidad espacial no es, desde luego, mi fuerte). Pero el caso es que esta
tarde he pasado una hora larga sentada en las proximidades de uno de los
novelistas vivos a los que más admiro, escuchando sus reflexiones acerca de la
escritura y la vida, que vienen a ser en él una misma cosa.
Paul
Auster ha venido a Madrid a presentar su última novela, 4 3 2 1. Una obra de dimensiones colosales que ha tardado más de
tres años en escribir; pausa insólita en él, que a los que lo seguimos nos ha
llevado a plantearnos una pregunta recurrente: «¿En qué
andará metido Auster?» Pues, al parecer,
andaba metido literalmente en su habitación, sacando de su cerebro fabulador la
cuádruple historia de un personaje cuya vida se bifurca a base de decisiones y
azares sucesivos. Pero no voy a hablar del novelista ni de su obra; ese asunto es
probable que dé como resultado otra entrada. Voy a hablar de los lectores que
abarrotábamos esta tarde el auditorio de la Fundación Telefónica, silenciosos y
expectantes, maravillados todos de estar tan cerca de Auster.
Lo confieso: me he portado como una adolescente.
Dicho de una forma más hermosa, Auster me ha hecho retroceder de un plumazo a
mi primera juventud. Igual que una colegiala a la caza de su ídolo, he hecho
cola pacientemente, me las he arreglado para filtrarme en el asiento con mejor
visibilidad, he sentido mi corazón redoblando como un tambor cuando el
espectador sentado a mi derecha ha exclamado con emoción: «¡Ya está ahí!». He hecho incluso un par de fotografías lamentables
con el móvil (no he caído en la tentación del selfie con escritor famoso al fondo; hay barreras que no estoy
dispuesta a traspasar, ni siquiera por Paul). He seguido la entrevista con una
sonrisa de arrobo, inclinada hacia delante para no perderme detalle del rostro
tan familiar y que, sin embargo, parecía imposible que estuviera ahí mismo.
Supongo que me he acordado de respirar: la prueba es que estoy aquí,
escribiendo.
Al terminar el acto, casi todos los presentes se
han apresurado a desenfundar, con presteza de pistoleros, los libros de Auster
que llevaban guardados en bolsos y bolsillos, y se ha formado una gigantesca
cola para esperar la consiguiente firma de ejemplares. Otros asistentes, los
más audaces, han interceptado el camino del escritor, que se iba a retirar unos
instantes, y se han lanzado a una charla sin cuartel. Yo he observado el
despliegue de sonrisas, móviles y flashes. No llevaba ningún libro que pudiera
ser firmado; supongo que mi alergia a las dedicatorias me impide pensar
siquiera en pedir alguna. Me he quedado un rato sentada, observando el
ambiente, los rostros ilusionados, los gestos nerviosos de los que esperaban.
He tenido la impresión de que todos reclamábamos a gritos en nuestro interior
la atención del maestro. Casi me parecía escuchar los pensamientos de los que
me rodeaban: todos éramos en ese momento el lector que más amaba La noche del oráculo, el que mejor
entendió Ciudad de cristal, el que
más se identificaba con el protagonista de El
palacio de la luna. Me acordé entonces de una palabras de Auster que me
gustan mucho y que ya he citado en más de una ocasión en este espacio; vienen a
decir (hablo de memoria) que el oficio de novelista es el único que permite
establecer lazos de intimidad con completos desconocidos. Todos esos completos
desconocidos del abarrotado hall del auditorio estábamos, de hecho, unidos a él
por lazos muy estrechos. Ese setentón de buena planta y mirada aguda estaba
rodeado de extraños que, milagros de la literatura, sabían mucho sobre él.
Me dirigí a la escalera; sólo algún asistente más
hizo lo mismo. Creo que éramos muy pocos los que no teníamos ningún libro que
firmar. Se me ocurrió entonces que, pese a la emoción vivida, no es necesario
sentarse a cinco metros escasos (o diez) de Paul Auster para estar cerca de él.
Llevo años, de hecho, viviendo en su más estrecha cercanía.
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