MIS ESPEJOS ROTOS
Un
amigo me contó hace tiempo que su mala memoria para los títulos le trae una
consecuencia indeseada, aparte de la lógica dificultad para dar su opinión en
conversaciones sobre literatura: le ha ocurrido más de una vez comprarse un
libro que ya había leído porque el título no le resultaba familiar. Yo de
momento no me he visto en esa situación, pero sí me ocurre tener en mis
estanterías varias ediciones de la misma obra. Me sucede con los libros que amo
de forma especial, que compro repetidas veces con cualquier excusa o que me
regalan las personas que me conocen bien. Me sucede, como no podía ser de otra
forma, con mi novela favorita de Mercè Rodoreda (que es lo mismo que decir una
de mis dos o tres novelas favoritas, en términos absolutos): Espejo roto.
Mi
primer Espejo roto lo compré siendo
muy joven. Era, como correspondía a mi edad y mi situación de estudiante sin
recursos, una modesta edición de bolsillo que ha soportado con dignidad el paso
del tiempo y que conservo en buen estado, aunque el tono amarillento de sus páginas delata su edad. Hace juego en la estantería con otros libros baratos en
los que invertí mis escasos ahorros de aquella época: una selección de lo mucho
que leía en mis tiempos de universidad gracias a las bibliotecas públicas. Es
de esos libritos humildes y de letra pequeña que uno mira con simpatía y
añoranza, porque remite de inmediato a un tiempo de ilusiones y vista intactas.
Cuando
un par de décadas después sentí llegado el momento de la relectura, no pude
evitar el impulso de adquirir una edición mejor: un volumen más grueso, con
papel de mayor calidad y un precioso cuadro de Santiago Rusiñol en la cubierta.
Este ejemplar lo tengo plagado de adhesivos de colores que señalan pasajes de
especial interés para mí; es el que usé en la tertulia dedicada a Espejo roto de mi club de lectores de
Valmojado, hace más de seis años. No es ya el libro de una estudiante, sino el
de una profesora. Tiene, por fortuna, la letra de mayor tamaño y se lee con
menos esfuerzo. El tiempo no pasa en vano.
Escribo
todo lo anterior porque me acaban de regalar una tercera edición de Espejo roto. Lo han hecho los que han
sido durante años mis compañeros en el instituto de Valmojado y seguirán siendo
―confío en ello― mis amigos durante muchos más. Se trata del libro más valioso
de los tres: una cuidada edición del Círculo de Lectores, de tapa dura, con un
papel maravilloso y dibujos del pintor Ràfols-Casamada. Acorde con el paso de
los años, este libro no es el apropiado para una estudiante que descubre
asombrada una obra que marcará su vida, ni para la profesora deseosa de
compartir su entusiasmo con otros amantes de la lectura. Es un libro que se
saca de la estantería en los momentos de calma, cuyas páginas se pasan con
lentitud y cuidado, cuyos pasajes e ilustraciones se hojean sin plan previo,
dejándose llevar por el puro placer del recuerdo y la contemplación. Nada de
lecturas apresuradas en transportes públicos, nada de adhesivos y marcapáginas
que señalan citas que se intenta salvar del olvido. Ahora lo que prima es la
evocación caprichosa, la búsqueda sosegada de las sensaciones que se han
quedado prendidas entre esas líneas a lo largo de tantos años.
El
pintor y literato Albert Ràfols-Casamada ilustró las principales novelas de su
paisana Mercè Rodoreda. Sus dibujos aparecen en las hermosas ediciones en
catalán y castellano de Espejo roto, La plaza del Diamante, La calle de las
Camelias y Todos los cuentos realizadas
por el Círculo de Lectores en la década de los noventa. Como artista plástico, Ràfols-Casamada
se movió durante gran parte de su carrera en el terreno de la abstracción. Su
obra, sobria y delicada, tiene un enorme poder de sugerencia, de captación de la
esencia de la realidad: es la pintura de un poeta. Cuando ilustra las novelas
de Rodoreda, se mantiene dentro de los límites de la figuración; una figuración
reducida a sus líneas esenciales, con cierto aire primario e infantil, con un
colorido básico y una singular capacidad para elegir el detalle revelador. Para
ilustrar Espejo roto, realiza dibujos
que recogen el mundo inanimado y vegetal que acompaña durante décadas la saga de
los Valldaura. No vemos en ellos a ninguno de los protagonistas humanos de la
historia, pero sí los elementos cargados de significación que los acompañan: el
antifaz de la fiesta que une a Teresa y Salvador, los fundadores del clan; el
laurel y el pozo que presiden el jardín familiar; el tronco de árbol con las
iniciales de Sofia y Eladi, segunda generación de los Valldaura; el barreño y
la manguera con los que se refrescan las criadas en un verano asfixiante; el
jarroncillo con la rosa roja que preside el escritorio del notario Riera,
confidente discreto de los secretos familiares; el tejado desde el cual Maria,
la nieta, se precipita al vacío… y el espejo roto al pie de la escalera en el
que Armanda, la criada fiel, ve reflejados fragmentos de la vida pasada en la
mansión familiar, desmantelada por la guerra. Plantas y objetos, testigos
silenciosos del devenir de los años, de los amores, envidias, rencores,
infidelidades y pérdidas que jalonan la vida de tres generaciones.
Ràfols-Casamada es un ilustrador sutil y poético que conoce el poder de
evocación de los detalles, la fuerza simbólica de lo concreto: las mismas
cualidades que despliega Rodoreda, una novelista capaz de recrear a base de
imágenes estáticas y sucesivas el devenir de un universo familiar que se va
deteriorando hasta la destrucción y el vacío. Un encuentro afortunado, el de
estas dos sensibilidades a la vez delicadas y potentes, capaces de entender y
transmitir el poder de las pequeñas cosas.
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