LOS CUADROS DE AGOSTO (2017)
El
pintor ucraniano contemporáneo Evgeni Gordiets encarna la faceta amable del
surrealismo. Es creador de una larga serie de paisajes ingenuos y coloridos, en
los que lo onírico y lo naíf se dan la mano. Sus naturalezas están transitadas
por misteriosas figuras femeninas ataviadas a la moda del XIX y por criaturas
animales y vegetales que se alejan de todo naturalismo por su inmovilidad y lo
singular de sus dimensiones. Las montañas adoptan con frecuencia formas humanas,
mientras que los seres vivos están tratados como objetos estáticos, detenidos
en el espacio y el tiempo, preservados por los pinceles del artista de todo
cambio o deterioro. Me ha costado elegir un cuadro dentro de semejante
despliegue de fantasía y color; me he quedado finalmente con este, en el que
una de las características mujeres-maniquí de Gordiets se inserta en un paisaje
ideal, plasmado como es habitual en su autor con una técnica meticulosa cercana
al puntillismo. Leo en su biografía que este pintor es un caso llamativo de
precocidad artística, y que ya a los cinco años era motivo de asombro por su
talento. No me extraña en absoluto: viendo sus obras de adulto, uno se da
cuenta de que siguen siendo el sueño feliz de un niño.
Retrato de un gentilhombre en su
estudio de Lorenzo Lotto pertenece a ese grupo de cuadros
clásicos que nos muestran personajes inmersos en un espacio privado que nos
dice tanto sobre ellos como su expresión e indumentaria. Como en los célebres El geógrafo y El astrónomo de Vermeer, el modelo posa rodeado de objetos que
poseen un especial significado, aunque en este caso no remitan, como en los
ejemplos antes citados, a campos tan concretos del saber. El libro, los papeles
y útiles para escribir nos hablan de vinculación con tareas intelectuales; la
pequeña lagartija y los pétalos de rosa esparcidos sobre la mesa, en apariencia
muestras de interés por el mundo natural, parecen encerrar un significado más
hondo y emotivo que se nos escapa. Pero el centro de atención es el rostro del
protagonista, iluminado en medio de un entorno oscuro que lo realza: los rasgos
delicados, la mirada inteligente y melancólica hacen de este gentilhombre
anónimo un personaje inolvidable. La posteridad ha querido identificarlo con
Vicino Orsini, el protagonista de la novela Bomarzo
de Mujica Láinez; lo que está claro es de que hay algo atrayente y enigmático
en esta figura cuya identidad histórica ―y es mejor así― desconocemos. Tuve la
suerte de contemplar este cuadro en vivo hace unos días. Como siempre sucede al
encontrarse físicamente frente a un lienzo que se ha visto reproducido muchas
veces, hubo un elemento nuevo que se apoderó de mi atención: las manos del
modelo, delicadas y expresivas, que sujetan el libro y lo entreabren en un
gesto de intimidad con el espectador, como si estuvieran a punto de mostrarnos
la verdad sobre su persona, oculta entre las páginas.
Un
sencillo interior doméstico se convierte de la mano del pintor británico Victor
Pasmore (1908-1998) en toda una exploración de las formas, colores y luces que
componen la realidad. El artista y su esposa son parte de esta escena en que lo
humano y lo inanimado quedan reducidos al mismo nivel y son tratados con
idéntica atención. El cuadro lleva el título de Luz de lámpara; en él, en efecto, la pantalla iluminada se erige en
protagonista, y es su resplandor el que distingue los objetos que percibimos
con más claridad, como la jarra de cristal y el libro dispuesto encima de la
mesa, de los que se pierden en la penumbra circundante. El artista, con el
rostro dividido por la luz y la sombra, parece observarnos con fijeza,
pendiente de nuestra reacción frente a su obra. Concentrada en una labor cuya
naturaleza se nos escapa, la esposa inclina sobre la mesa un rostro carente de
rasgos. Cada miembro de la pareja ocupa una posición distinta en este mundo
puramente pictórico: alejado de la fuente luminosa, el cuerpo de él se pierde
en una zona de absoluta negritud; el de ella se difumina en un territorio en
que los trazos del artista se liberan y se sitúan a un paso de la abstracción.
A mí este cuadro en apariencia cotidiano y tranquilizador me parece un profundo
estudio sobre la labor del artista, sobre su constante vaivén entre lo que
perciben sus ojos y lo que elabora con su mente. Creemos adivinar, incluso, la
mano del personaje masculino esgrimiendo un pincel en el ángulo inferior
izquierdo; Pasmore se retrata en pleno acto de creación, rodeado por su visión
personal de un mundo reducido al juego de sus pinceladas.
Se
nos escapa el verano y regreso por unos días al mar: motivos más que
suficientes para traer a esta sección el luminoso cuadro Bañistas, de la pintora española de origen ruso Olga Sacharoff. En
su carrera a medio camino entre el estilo naíf y las vanguardias, Sacharoff
tiene momentos como éste de inscripción en el clasicismo: en la estela de
Ingres y de Renoir, utiliza un cuerpo femenino de consistencia escultórica como
centro de una composición que es un canto a la juventud y al esplendor de la
naturaleza. La figura adulta y la figura infantil posan para nosotros con
perfecta naturalidad, abstraídas ambas en un motivo de atención que no vemos y
que suponemos bajo el agua. Es precisamente el tratamiento del mar lo que
singulariza este cuadro de tema tan tradicional y lo ubica con claridad en el
siglo XX. La descomposición de la masa en pinceladas de color y luminosidad
distintas crea la sensación de una superficie móvil, sometida por los rayos del
sol a constantes variaciones tonales. Como sucede con frecuencia a partir del
impresionismo, Sacharoff acepta el reto de captar el instante y detenerlo para
la eternidad. La mujer y la niña no volverán a ser exactamente así, la luz no
incidirá de idéntica manera ni la barca se mecerá con el mismo vaivén, pero nos
queda el consuelo del recuerdo convertido en arte, igual que apelamos a la
memoria para conservar las imágenes de los veranos que nos abandonan.
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