LECTURAS DEL PASADO VERANO (2017)
A
veces, el infierno puede adoptar las limitadas dimensiones de una vivienda
familiar; es lo que Georges Simenon demuestra en esta novela concisa y
terrible. La casa de las hermanas Lacroix es un poderoso símbolo de la crudeza
de las relaciones humanas basadas en el resentimiento, enquistadas a lo largo
de los años y encerradas en los límites de un espacio reducido. Las
protagonistas comparten al mismo hombre como marido y amante, y se profesan un
odio que las mantiene vivas desde hace décadas y que da sentido a su estrecha
relación. Tiene especial fuerza la imagen de la familia compartimentada; varios
de sus miembros aparecen confinados en un espacio que les es propio y del que
apenas salen: el padre en su taller del desván, la hermana mayor en su
despacho, la menor en las estancias de labores domésticas, la hija de ésta en
su dormitorio de enferma. Frente a ellos, los dos hijos sanos, que huyen de la
casa a la menor oportunidad y recorren un mundo exterior del que sólo tenemos
referencias. Simenon crea un universo claustrofóbico, del que no es posible
encontrar la salida, y lo describe con mano firme y estilo escueto, obviando
las explicaciones innecesarias. Es tarea del lector descifrar los gestos y
palabras, al principio enigmáticos, de esta comunidad humana condenada a la
convivencia.
Las
vacaciones están, entre otras cosas, para afrontar esas lecturas cuya excesiva
longitud resulta disuasoria en periodo laboral. Este verano me estaba esperando
1Q84, la magna obra de Haruki Murakami
dividida en tres libros. 1Q84 tiene
una estructura férrea: la que marca la alternancia de los capítulos que
desarrollan la historia de Aomame, una heroína un tanto sui generis consagrada
a combatir la violencia contra las mujeres, y la de Tengo, un portento
matemático que dedica sus ratos libres a escribir. Entre una y otra trama,
totalmente desvinculadas en un principio, se van estableciendo sutiles
conexiones que resuenan en los oídos del lector como los ecos de una sinfonía
lejana, interpretada por instrumentos dispares, cuyos sonidos no llegan a
captarse en su conjunto. En esa estructura milimétrica y calculada de la que
hablaba antes, se van desgranando seres misteriosos, historias inconclusas,
ramalazos de un universo oscuro y alucinado que durante muchos capítulos apenas
se entrevé. Con su estilo sereno e impertérrito, Murakami nos enfrenta a los
turbios pasados de sus personajes, a los secretos que pesan como un lastre
insoportable, a las pulsiones y deseos que no se pueden dominar; todo ello,
envuelto en imágenes de una fuerza y belleza impactantes. Nadie que haya leído 1Q84 podrá olvidar, creo yo, la doble
luna que preside el cielo de un mundo que está a la vez cerca y lejos de
nuestra realidad cotidiana, que es (en esta novela de dualidades), el reflejo y
el reverso del mundo real.
Nunca
antes había leído a Stephen King. Como toda aficionada al cine, había pasado
unos cuantos ratos buenos ―o angustiosos, pero de eso se trataba― viendo
adaptaciones al cine de sus novelas, pero hasta ahora no me había acercado a la
fuente original. Me he decidido a hacerlo gracias a un colega escritor y
bloguero de cuyas reseñas me fío y cuyas recomendaciones me han dado más de una
fuente de satisfacción (gracias una vez más, Rubén Castillo, por tu estupenda
labor). Ha llegado así a mis manos El
bazar de los malos sueños, un libro de relatos que me ha descubierto a un
escritor increíble, versátil, con una prosa dinámica y certera, con un sentido
del humor cruel y lleno de agudeza. Las veinte historias que componen el
volumen son de lo más variopinto, y van desde el terror puro y duro con toques
gores hasta la recreación de la parte más triste y gris de la vida cotidiana.
Coches que devoran a personas, mensajes mágicamente escritos en la arena, seres
diabólicos con la apariencia de niños…, pero también deterioradas relaciones de
pareja, ternura de los hijos hacia los padres ancianos, firmes amistades cuyo
recuerdo perdura a través de los años. Es sorprendente el realismo de este
autor que tan bien sabe explorar los terrenos de la fantasía. King nos asusta y
nos deslumbra con lo imposible, pero es también capaz de conmovernos con lo
apegado a la tierra, con lo más profundamente humano.
El
más melancólico y sentimental de los investigadores de novela, el inspector
Mario Conde, retoma transitoriamente su abandonada carrera policial para
resolver un caso antiguo que en principio parece afectar sólo a los que, como
él, aman la literatura: la aparición de un cadáver en el jardín de Finca Vigía,
la casa que años atrás habitó en La Habana el maestro de las letras Ernest
Hemingway. Se juntan así las dos grandes constantes que sirven de base a la
existencia de Conde, su labor como policía y su deseo de ser escritor. El
contrapunto de esta historia doble es la figura de un Hemingway crepuscular,
protagonista del otro hilo de la trama. Asistimos a su vejez mal asumida, a sus
enfermedades y achaques, a la relación con los lugareños a los que protege y
que le tratan con devoción casi religiosa, a los recuerdos de una existencia
llena de acción y peligro, trazada a la medida de un novelista que sólo era
capaz de crear ficción a partir de lo vivido y que tuvo, en consecuencia, que
convertirse él mismo en un personaje. Es precioso el contraste entre el
entrañable policía habanero, flanqueado como siempre por sus inseparables
amigos el Flaco y el Conejo, y el monstruo de las letras en declive, que se
debate como una fiera herida contra la pérdida simultánea de las facultades
físicas y la inspiración. El título responde a una anécdota de la infancia de
Conde, el momento en que, paseando con su abuelo por el puerto, este le señaló
a un hombretón cansado que bajaba de un barco y le hizo ver que era un
importante escritor norteamericano. Cuando el desconocido se volvió hacia
anciano y nieto e hizo un vago gesto con la mano, el pequeño Mario, con su
espontaneidad infantil, le respondió gritando: «¡Adiós, Hemingway!». Desde su perspectiva de adulto, a Conde le cabe la
duda de si el gesto de despedida del novelista iba dirigido a él o al mar,
símbolo de una vida de aventura que estaba a punto de perder para siempre.
Hace
unos días, oí hablar en un programa de radio de esta novela de la autora
irlandesa Maggie O’Farrell ―para mí una desconocida hasta entonces― y me faltó
tiempo para hacerme con ella y empezar a leerla. He de reconocer que el primer
capítulo estuvo a punto de hacerme naufragar. No diré, parafraseando el célebre
comienzo de Ana Karenina, que todas
las familias felices se parecen, pero sí diré que me interesan poco como
materia literaria. El caso es que raras veces abandono un libro y en este caso
agradezco haber continuado más allá del escollo inicial; una vez sorteado el
panegírico de la vida doméstica y del amor entre esposos contado por Daniel
Sullivan, protagonista de esta novela rica en personajes, me he encontrado con
un hermoso análisis de las relaciones familiares, del amor, la fidelidad, el
despego, la dependencia, el abandono, la ausencia y todos esos infinitos hilos
que unen y separan a los miembros de una familia y que son, en definitiva,
extrapolables a las relaciones humanas en general. Con un cuidado exquisito,
O`Farrell compone una novela que es una auténtica filigrana, alternando las
voces narrativas, los tiempos, los espacios y los puntos de vista, para
mostrarnos la evolución a lo largo de varias décadas del abigarrado entramado
de relaciones creado en torno a Daniel, personaje excesivo, ambivalente, lleno
de energía para lo bueno y para lo malo, capaz de lo más hermoso y lo más
abyecto. Su madre, sus sucesivas novias y mujeres, sus hijos de varios
matrimonios, su suegra, sus cuñados y amigos componen este friso en el que se
nos habla de lo fácil que resulta equivocarse en la vida y de lo importante que
es saber lo que se desea, discernir cuándo se ha encontrado un lugar en el
mundo que es el único posible porque, como reza el título, Tiene que ser aquí.
No
recuerdo haber leído nada que se parezca ni remotamente a esta estrambótica y
provocadora novela de Chuck Palahniuk. Monstruos
invisibles narra de forma fragmentaria y caótica el loco periplo por las
carreteras estadounidenses de tres personajes al límite: la exmodelo Shannon, a
la que un disparo en el rostro ha convertido en un ser de aspecto terrible;
Brandy, una transexual que posee la belleza que Shannon ha perdido, y Manus, un
antiguo oficial de policía que fue el novio de la primera y que ahora siente
una fuerte atracción por la segunda. El amor que se convierte en odio de forma
instantánea, las revelaciones inesperadas, la adicción a todo tipo de fármacos
y, en definitiva, la percepción de la vida como una carrera desenfrenada y
difícil de soportar marcan esta historia que, en consonancia con su carácter,
está contada a impulsos, con constantes saltos temporales que la voz de la
protagonista-narradora solventa con la naturalidad de quien está deshaciéndose
de recuerdos dolorosos que es imposible transmitir de forma ordenada. Yo sólo
me atrevería a recomendar Monstruos
invisibles a un lector inquieto y deseoso de adentrarse en terrenos
inexplorados, con frecuencia perturbadores. Como expresa muy bien su título,
esta novela saca a la luz el lado más oscuro de la existencia, esa parte
monstruosa que nos incomoda afrontar y condenamos a la invisibilidad tras capas
y capas de confortable convencionalismo.
Me
ha sorprendido Una semana en la nieve,
tercera novela de Emmanuel Carrère que leo en poco tiempo y que ha resultado
ser de signo muy distinto a las dos anteriores. Frente al descarnado testimonio
verídico de El adversario y a la
brillante exploración del absurdo de vivir de El bigote, Una semana en la
nieve cuenta la conmovedora peripecia de un niño especial que afronta en un
viaje escolar su primera estancia de varios días alejado de su familia. Carrère
adopta el punto de vista del pequeño protagonista, que no abandona en ningún
instante: vemos lo que el niño presencia, oímos lo que se dice delante de él o
lo que consigue escuchar a escondidas, conocemos su interpretación de los
hechos y los productos de su imaginación. Nicolas es un niño débil y apocado,
cuyas grandes preocupaciones son el miedo a mojar la cama y el deseo de pasar
inadvertido para sus compañeros de clase y a la vez granjearse la simpatía del
líder del grupo, al que todos temen y respetan. Sin embargo, por debajo de esas
inquietudes infantiles, se van filtrando detalles que el lector capta con
malestar y que van desvelando un atroz secreto que afecta al mundo adulto. La
novela no sería la misma narrada desde otra perspectiva; la mirada frágil e
inocente del pequeño protagonista, contrapunto de una historia terrible, aporta
ternura y produce, si cabe, un efecto más estremecedor. Por lo que sé de
Carrère, éste se reinventa en cada novela pero hay algo en lo que siempre se
parece a sí mismo: en la palabra justa y en la capacidad de sacudir el interior
de sus lectores.
Pues ahora soy yo el agradecido, porque me has dado a conocer el libro de Padura, cuya existencia ignoraba. A por él que me lanzo...
ResponderEliminar¡Cómo me gustan estos intercambios entre lectores! Espero que te guste.
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