UN ENCUENTRO EN BARCELONA
Los
encuentros entre artistas a los que admiro son situaciones especialmente gratas
a mi imaginación. No me refiero a la coincidencia habitual entre personajes que
compartieron un entorno y cuya consecuente proximidad dio origen a roces de uno
u otro signo. Es estimulante evocar las andanzas juveniles de Lorca, Dalí y
Buñuel, o irse más atrás en el tiempo para imaginar las disensiones literarias,
y de las otras, que separaron a Lope de Vega y Cervantes, pero no me estoy refiriendo
a este tipo de contactos habituales y lógicos entre coetáneos que habitan en el
mismo entorno. Lo que me lleva a escribir hoy son los encuentros únicos y
buscados, que se producen una sola vez en la vida de sus protagonistas,
normalmente porque el más joven de ellos lo propicia para dar alimento a su
devoción por el otro.
Hace
ya unos cuantos años, cuando este blog estaba en sus albores, escribí una
entrada que llevaba como título Historia con minúscula y que trataba sobre una de esas confluencias, la que unió de
forma efímera en Palermo en la segunda década del XVII a dos maestros del
pincel, el joven Anton Van Dyck y la veterana Sofonisba Anguissola. Más de seis
años después, me dispongo a glosar un encuentro de características semejantes
que reunió, en tiempos mucho más recientes, a dos escritores a los que admiro
de forma especial. Dado que esta entrada se enmarca dentro del proyecto Adopta una autora (que, para mi
vergüenza, he tenido relegado al olvido durante dos meses, pero que ahora me
dispongo a reanudar), los lectores habituales de este espacio sabrán de sobra
que uno de los extremos de este hilo tendido entre dos mundos literarios lo
ocupa Mercè Rodoreda. En el otro se encuentra un escritor colombiano que había
dado hacía poco un empujón definitivo al boom
de la novela hispanoamericana con las deslumbrantes historias de un pueblo
llamado Macondo.
Era
el inicio de la década de los setenta; el gran Gabo, que es quien narró esta
anécdota más de una década después, no recordaba el año con exactitud. García
Márquez vivía en una Barcelona exultante en el terreno cultural, en la que se
había producido la confluencia de veteranos de las artes catalanas con
advenedizos tan brillantes como él mismo o como Vargas Llosa. Gabo había
entrado hacía poco en la cuarentena, cambio que se había producido de forma
simultánea a su ingreso en el paraíso de los inmortales gracias a la
publicación de Cien años de soledad. Este
autor todavía joven pero ya de desmesurada trascendencia siente una especial
predilección por un personaje discreto que habita en un rinconcito de esa
ciudad llena de estímulos para un temperamento artístico. Por aquel entonces, Mercè
Rodoreda pasaba ya de los sesenta y había escrito hacía no mucho la novela que
más fama le reportaría, La plaza del
diamante. Su trayectoria y la del escritor colombiano difieren
diametralmente: frente a un individuo entregado en cuerpo y alma desde una edad
temprana a la tarea de escribir, una mujer arrastrada por la corriente de los
acontecimientos en una de las épocas más duras de la historia española; un
periodista y narrador que vive con el bolígrafo en la mano frente a una
exiliada que sorteó guerras y zozobras antes de encontrar un hueco para su
escritura. No sabemos lo que Mercè pensaba del mundo abigarrado y sorprendente
de Gabo; lo que si sabemos es que éste la admiraba y consiguió entrevistarse
con ella. El novelista del boom y la
encarnación del alma de Barcelona, frente a frente. Qué no daría yo por poder
asomarme, por una rendija del tiempo, a ese encuentro que tuvo lugar en un
apartamento que daba al Parque de Monterols. García Márquez encontró a Rodoreda
en las proximidades de un jardín. No podía ser de otra manera.
El
relato de lo que sucedió en esta entrevista lo encontramos en un artículo de
opinión de García Márquez que apareció en El
País el 18 de mayo de 1983. El motivo que le impulsó a sacar a la luz dicha
anécdota más de una década después no era otro que la noticia, que acababa de
recibir, de la muerte de Rodoreda. El recién laureado escritor (había recibido
el premio Nobel el año anterior), de paso por Barcelona, había entrado en una
librería y había preguntado por la escritora. Le informaron de que había muerto
hacía un mes. Escandalizado por la escasa repercusión que dicho fallecimiento
había tenido fuera de España, García Márquez escribe un texto con el revelador
título ¿Sabe usted quién era Mercè
Rodoreda? Dejo a continuación el enlace a este artículo emocionante, que
rezuma admiración hacia la autora desaparecida, y que evoca momentos tan
deliciosos como aquel en que ambos escritores exponen sus detalles preferidos
de la obra del otro.
Una
última cuestión: me habría encantado acompañar esta entrada con una imagen de los
dos escritores juntos, pero no creo que exista constancia gráfica alguna de
aquel encuentro en Barcelona. Investigando por la red, he descubierto la obra
del fotógrafo menorquín Toni Vidal, que retrató a las grandes figuras de la
eclosión cultural catalana de los setenta, entre ellas a los protagonistas de
esta historia. Por cuestiones del desigual trato que la fama ha dado a uno y a otra,
el retrato de García Márquez es fácil de encontrar: es una fotografía en blanco
y negro que nos lo muestra de perfil, con su inconfundible pelo rizado y una
sombra que cubre sus ojos y otorga una carga de misterio a su mirada. El de
Mercè Rodoreda, en cambio, se ha resistido tenazmente a mis tentativas de
localizarlo. En principio solo pude averiguar que se trata de una imagen en
color que la muestra sonriente, rodeada de verdor. Cuando ya desesperaba de conseguirla,
he dado con varias página web que reúnen instantáneas de la exposición Toni Vidal retrata la cultura catalana de
los setenta que tuvo lugar en Caldes d’Estruc en 2014. Y, entre ellas, dos
en las que se ve al fotógrafo posando precisamente junto a los retratos de García
Márquez y de Rodoreda. Y casualidades de la vida: según he descubierto, esta
misma muestra se expone en la actualidad en el Museo de Historia de Cataluña.
No descarto una visita relámpago a Barcelona para ver en vivo el rostro
sonriente de Mercè.
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