MARAVILLAS DEL VERANO AL BORDE DEL MAR
Algunas
son intrascendentes; otras dejan más materia para la reflexión:
Plantar
la sombrilla con garantías de permanencia (alarde del bañista urbanita que
habitualmente usa mucho el cerebro y muy poco las manos) y permanecer atento a
la fuerza y la dirección del viento. De repente, ese compañero incómodo en el
que sólo nos fijamos en la ciudad cuando nos despeina o nos da la vuelta al
paraguas, se convierte en un rival invisible, al acecho. En cualquier momento
puede despertarse y hacer rodar nuestra sombrilla en una peligrosa pirueta
puntiaguda. No sucede. La hemos clavado a conciencia. Suspiramos, satisfechos.
Descubrir
cada mañana el estado de la mar (me permito hasta llamarla en femenino: durante
unos días al año, me siento muy unida a ella). Claridad meridiana que permite
ver la huida de diminutos pececillos en la orilla. Aguas revueltas, aguas
turbias que ocultan cualquier criatura, vegetal o animal, que nos sobresalta al
rozarnos sin ser vista. Olas francas, que discurren de cara a la orilla; olas
transversales que nos alejan de nuestro punto de partida y nos devuelven a
tierra en un punto remoto de la playa; olas irreverentes que nos quitan la
dignidad a la entrada y a la salida, nos hacen hincar la rodilla en la arena y
nos revuelcan. Olas colaboradoras que se organizan de tres en tres para sumar
sus impulsos y abrumarnos. Cada baño es una aventura. El mar nunca se parece al
mar.
Mirarse
los pies durante la ducha y descubrirlos de pronto muy negros sobre la blancura
de la bañera. Ocurre desde el primer día, apenas tomado un poco de sol. Enigmas
de las reacciones cutáneas.
Adormilarse
con el rumor de fondo de las olas, que en ocasiones alcanza la categoría de
estruendo y que, sin embargo, resulta siempre placentero y tranquilizador.
Reflexionar sobre cómo cualquier otro ruido con similar intensidad nos
produciría malestar, nerviosismo y franca irritabilidad. Excepto, claro está,
el de la lluvia. Siempre el agua.
Disfrutar
un par de días del espectáculo de los nubarrones, de los rayos y el agua que
cae del cielo para unirse a la de la tierra. Descubrir al día siguiente que las
tormentas se han alejado y correr con alborozo hacia la playa recuperada, más
hermosa que nunca.
Observar
a los bañistas y tener la sensación ―transitoria― de que todo el mundo es inocente.
Paseando, jugando con niños y perros, sorteando olas, buscando tesoros
inexplicables en la orilla, casi desnudos, provistos de tocados variopintos para
protegerse del sol: cada cual es lo que es y no puede ocultar mucho. Se han
interrumpido momentáneamente las presiones, las carreras contrarreloj, la
preocupación por lo que el otro hace o piensa. Uno no entiende que haya
guerras, cuando está tumbado sobre la arena de cara al mar. El género humano
parece de repente básico e inofensivo: es un simulacro del jardín del Edén. Mientras
se llena el maletero de trastos para el viaje de regreso, vienen a la cabeza
imágenes de árboles y serpientes, de manzanas que debieron permanecer intocadas,
de paraísos abandonados a la fuerza.
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