LOS CUADROS DE ABRIL (2017)


Las escenas nocturnas en estaciones de tren son un clásico en la literatura y el cine. Si se trata de estaciones grandes, aparecen como un lugar de encuentro de seres desgajados de su medio, que cruzan sus caminos para en seguida perderse en el ámbito mágico de la noche. Si son estaciones de localidades pequeñas y apartadas, se convierten en espacios inciertos en medio de la nada, donde todo es posible y donde las esporádicas presencias humanas adquieren un carácter inquietante. A mí me atraen tanto en la vida como en el arte: cuando las miro al pasar desde la ventanilla, cuando son el escenario de una trama o el motivo de un cuadro. No tengo que explicar, por tanto, por qué esta Estación de tren de San Dimas, del pintor estadounidense Millard Owen Sheets (1907-1989), prendió mi atención desde el primer instante. Hay un indudable sabor de novela negra en esta escena solitaria, en los focos que sacan de la oscuridad a los dos únicos seres humanos que habitan este lugar apartado: el hombre que aguarda de pie en el andén y el que entretiene la espera leyendo el periódico. Tal vez se trate de una situación cotidiana, de dos personas que se trasladan a su casa al final de la jornada o esperan a un viajero intempestivo, pero hay algo en la composición, en el cielo creado a base de brochazos negros que se entrecruzan con los cables del tendido eléctrico, en la iluminación que saca al edificio de la sombra y le dota de un carácter animado, que hace que se dispare la imaginación del que contempla el cuadro, o al menos la mía. A mí esta estación de San Dimas me habla de encuentros clandestinos, de secretos que no deben salir a la luz, de aviesas intenciones, de conexiones misteriosas entre personajes que fingen no conocerse mientras haya un testigo ―nosotros― que los observe.

Agudo conocedor del género humano, realista y con una técnica impecable: el holandés Gerrit Dou es uno de esos artistas barrocos que nos dejaron un testimonio tan vívido de su época que nos parece haber pisado las casas y habitaciones de sus cuadros, haber visto moverse a sus personajes. No es la primera vez que traigo a esta sección una obra de este pintor dotado para dar altura a lo trivial y reflejar la ternura y el encanto de una escena cotidiana. El viejo académico cortando su pluma es un prodigio de captación de la psicología de un personaje a través de sus actos: este anciano de espalda encorvada y lentes que parecen ya formar parte de su nariz realiza su tarea con tal concentración que se nos revela un alma puntillosa y exigente. Artista y modelo se alían para demostrarnos la belleza de las acciones lentas y precisas, realizadas sin prisa y con la máxima dedicación. No en vano, un reloj de arena inclinado es el improvisado atril sobre el que se apoya el libro cuya escritura ha interrumpido el personaje: el tiempo se detiene frente a las tareas capaces de absorber la atención de los artesanos perfeccionistas y pacientes. El tiempo se ha detenido, de hecho, para preservar la vida en las escenas de Gerrit Dou. En este caso, el artista ha insuflado tal animación en su viejo académico que hace verdadera la manida expresión: a este personaje de encantadora fisonomía, que parece extraído de un cuento popular, sólo le falta hablar para estar vivo.

Con su estilo limpio y dibujístico y su clara evocación de los maestros del pasado, el pintor italiano Felice Casorati aborda este Retrato de Renato Gualino como si fuera el de un príncipe del Quattrocento. Solemne y en posición frontal, este muchacho de la segunda década del siglo XX está rodeado de elementos contemporáneos que evocan la antigüedad: la vestimenta negra que semeja una túnica, el abrigo echado sobre sus hombros como una capa, la pieza de madera que sujeta como si de un cetro se tratara. El retrato adquiere, en consecuencia, esa melancólica atemporalidad de sus referentes lejanos, que nos muestran a sus modelos perpetuamente jóvenes, detenidos en un limbo que los preserva de la muerte. Este niño de rasgos dulces y expresión alerta se recorta sobre una cortina de suave colorido que, en el caso de que estuviera cerrada, lo clausuraría para siempre en su pequeña parcela de eternidad. Pero no es así: Casorati la dispone entreabierta para mostrarnos lo que hay más allá del espacio privado de su protagonista, dos mujeres que charlan, abstraídas en algún problema o una labor compartida; el mundo adulto con sus contingencias está al acecho, agazapado tras el reino bello, inmutable sólo en apariencia, de este joven príncipe.


Hace unos días aparecieron publicados en los medios los finalistas de este año del prestigioso BP Portrait Award convocado por la National Portrait Gallery de Londres. Se trata de tres dispares e interesantes cuadros vinculados por el hecho de estar protagonizados por mujeres. Uno de ellos es este Doble retrato del pintor e ilustrador francés Thomas Ehretsmann, cuyo título tiene una explicación al margen de lo artístico que presta emotividad a la obra: la circunstancia de que la modelo, esposa del autor, estuviera embarazada de ocho meses cuando posó para el cuadro. Doble retrato se sitúa en esa línea de realismo casi fotográfico que asombra por el dominio técnico que denota pero que a la vez sabe volar muy por encima de la mera reproducción de la realidad. Ya lo he comentado más de una vez en esta sección: hay artistas dotados de una extraordinaria capacidad para emular el mundo material y que, sin embargo, consiguen que ese juego de encantamiento tenga mucha más altura que el simple logro técnico de conseguir que los cabellos se puedan contar y la piel parezca aguardar con su tibieza el contacto de nuestra mano. Los productos de sus pinceles se asemejan a la fotografía pero, por razones que cuesta captar y más aún expresar en palabras, están llenos de implicaciones y sugerencias. Esta mujer que mira hacia el frente, feliz y ensimismada, tiene tal vez un increíble parecido con su referente real, pero recoge en su mirada, en el contraste entre los tonos oscuros y la luminosidad de su rostro, en el sutil gesto protector con que se sube las solapas, lo que ella es y lo que ve en ella su retratista, y también, de paso, lo que nosotros, espectadores asombrados, seamos capaces de reconocer en ella: afecto, confianza en el futuro, firmes expectativas de felicidad.

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