MOMENTOS SINGULARES
Hace
unos días, me senté a tomar una cerveza con un amigo en una terraza de la
madrileña plaza de Santa Ana. Era una tarde plácida y templada ―nadie lo diría,
oyendo ahora el ruido del viento y la lluvia golpeando los cristales―, que
permitía permanecer al aire libre incluso tras la caída del sol. No hay ni que
decir que Madrid entero parecía estar en la calle. Esto no sería, desde luego,
motivo alguno para una entrada; sí lo fue, en cambio, un fenómeno singular
sobre el que me apresuré a llamar la atención de mi acompañante.
Aunque casi nos cueste recordarlo, ese fenómeno que me llamó poderosamente la atención habría sido
el estado habitual de las cosas hace no demasiados años. Sucedió que, en un
momento dado, nadie a mi alrededor, hasta donde me alcanzaba la vista ―y puedo
decir que de lejos la conservo casi perfecta― estaba pendiente de su móvil. La
plaza estaba abarrotada, las mesas de nuestra terraza y de las contiguas tenían
numerosos ocupantes, pasaban animados grupos humanos en variadas direcciones y,
sin embargo, no se veía ni una sola persona con la espalda encorvada y la
cabeza baja, en esa actitud que delata sin lugar a dudas que se tiene la
atención prendida de una pantallita y un teclado. Le manifesté mi asombro a mi
acompañante. «Fíjate en
la edad media de la gente», me dijo él a guisa de explicación. Me convenció
sólo en parte: era verdad que a nuestro alrededor predominaban las personas de
edad más que mediana, pero también había en las proximidades algún joven que
carecía de la presencia del inevitable adminículo (aparte de que la obsesión
por el móvil ha alcanzado ya a un sector tan amplio de la población que no
podemos achacarlo a una moda de juventud). Me ratifiqué, pues, en que estaba
viviendo un momento extraordinario: la plaza era en aquellos instantes un
territorio libre de móviles, habitado por personas que elegían comunicarse con
quienes tenían a su lado y no con otros que estaban lejos, por gente que prefería
mirar la realidad que la rodeaba, que la envolvía con sus imágenes, ruidos y
olores, y no un simulacro plano y colorido creado a base de píxeles. Por gente
que vivía y hablaba y disfrutaba o se aburría, pero no sentía el impulso de
inmortalizar cada segundo de disfrute o aburrimiento para intercambiarlo por
otros similares de conocidos ausentes.
Lo
curioso es que, hace no demasiado tiempo, viví con ese mismo amigo una
circunstancia de signo opuesto. Estábamos paseando por el Retiro un sábado a la
caída del sol. No recuerdo la fecha, pero sí que fue un fin de semana en que
hizo un calor impropio de la época; era, creo, la primera vez este año que los
madrileños nos atrevíamos a dejar el abrigo en casa. Pasábamos cerca del
monumento a Alfonso XII y sugerí que nos acercáramos a ver las esculturas de
sirenas situadas al pie de la escalinata, al borde mismo de las aguas del
estanque. De inmediato me arrepentí de haberlo hecho. Llegamos al monumento
cuando ya se había puesto el sol, pero aun así el espacio resplandecía con una
extraña iluminación: la que desprendían las cientos de pantallas de móviles de
los jóvenes que abarrotaban escalones, pedestales y espacios entre columnas. Me
pareció que aquel monumento que tantas veces he visitado había adquirido un
aire infernal, poblado como estaba por extraños seres castigados a mirar
eternamente los rectángulos resplandecientes a los que habían quedado unidos
para siempre. Mi amigo y yo nos alejamos de aquel territorio hostil. Creo que a
los dos nos había producido malestar aquella escena de luces y sombras. Menos
mal que el futuro nos deparaba una puesta de sol bien distinta el pasado martes
en la plaza de Santa Ana.
Sabes como retener el tiempo y el momento: Parece un cuadro impresionista donde la luz, la gente y el tiempo se han detenido. Sabes abrir el diafragma y mover la cámara para fijar el tiempo y el instante de ese momento singular. Te han enseñado a mirar y a ver el tiempo.
ResponderEliminarTino
Ya sabes que tuve un buen maestro en mi padre, que abría realmente el diafragma y movía la cámara para fijar la realidad. Me han encantado tus palabras, que me parecen un bonito homenaje a esa capacidad de mirar que él tenía y que se esforzó en transmitirme desde niña.
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