LOS CUADROS DE MARZO (2017)
Las escaleras son un
escenario frecuente en mis sueños; sin duda, por ello me atraen los cuadros que
las tienen como elemento central. En la pintura, los personajes que son
plasmados subiendo escaleras nos parecen voluntariosos y esforzados, o
atrapados en un ámbito estrecho que no los deja escapar, en una labor que les
obliga a realizar un esfuerzo extraordinario. Los que se disponen a bajarlas
evocan en cambio ideas de libertad o de aventura, de búsqueda de una salida, de
valientes incursiones en la cara más oculta de la realidad. Si el personaje en
cuestión es además un niño, dicha impresión de hace más fuerte. El pintor
postimpresionista francés Henri Lebasque nos deja una encantadora plasmación de
este tema en su cuadro Niño en una
escalera. Lebasque es un artista
expresivo, de trazo ágil, acostumbrado a recrear el mundo de la infancia. En
este caso, capta con deliciosa eficacia el paso inestable del niño que debe
buscar el apoyo de la pared al bajar unos escalones demasiado altos para la
longitud de sus piernas. El caballito de juguete abandonado en primer plano nos
sugiere la presencia en el piso de abajo de algo que ha prendido la atención
del pequeño protagonista: un ruido en el exterior, la puerta de la calle al
abrirse, la voz de un recién llegado. La figurita a punto de desaparecer tras
un recodo de la escalera nos hace pensar en un personaje de cuento que se
adentra en las profundidades en busca de un tesoro. Pero cualquier pensamiento
siniestro queda desterrado por el alegre colorido de la escena: con su verde
claro y sus tonos rojizos, Lebasque nos está indicando que a este niño solo
pueden esperarle gozosas aventuras en el piso de abajo.
Tras unos días en que
parecía haberse ido definitivamente, el tiempo invernal da sus últimos
coletazos, y a mí me viene a la cabeza este melancólico cuadro del pintor
flamenco Denis van Alsloot (1570-1626), titulado Paisaje de invierno con el castillo de Tervuren. Los artistas
clásicos que centraron su producción en el paisaje son con frecuencia los
grandes olvidados; sus obras ocupan salas de museos poco transitadas, o
rincones frente a los cuales pasamos veloces los visitantes, ansiosos por
localizar a las grandes estrellas del Renacimiento y el Barroco, los retratos de
altos mandatarios o de figuras anónimas, las escenas mitológicas y religiosas.
A medida que cumplo años, siento cada vez mayor atracción por estos cuadros en
apariencia humildes, realizados con frecuencia por artesanos pacientes que
desplegaban su pericia y su dominio de la técnica sin alardes ni grandes
ambiciones. Me gusta contemplarlos largamente, perderme en la ilusión de que se
me va a conceder el don de romper la frontera del lienzo para entrar a pasear
por los bosques y caminos que se me ofrecen, invitadores y sugerentes. Este
cuadro de van Alsloot carece de un motivo central y eso contribuye a que mi
mirada pueda vagar con libertad por los detalles que lo componen: el castillo
en lontananza, la bandada de pájaros, los estanques helados, la cruz al borde
del sendero y los personajes a caballo y a pie que se intrincan en la espesura.
Es una contemplación apacible la que me ofrece esta escena en la que triunfan
los colores indeterminados, la gama del blanco, el gris y el azul, en un
conjunto suave y velado en el que el autor ha conseguido encerrar a la
perfección la luz del invierno.
Los libros son con
frecuencia una fuente de conocimiento de obras de arte. Esta imagen misteriosa
y elegante ocupa la cubierta del libro de relatos de Eloy Tizón Velocidad de los jardines en su edición
de Anagrama, y fue una de las razones que me atrajo a una lectura que resultó,
por otra parte, todo un descubrimiento para mí. Es obra del artista británico
contemporáneo John Murphy y responde al sugerente título de Un indefinible olor a flores cortadas para
siempre. La impresión que causa el cuadro está a la altura de su
denominación: estas flores separadas no solo de la planta que las sustenta,
sino también de cualquier referencia concreta de carácter espacial, parecen más
una idea que unos seres materiales; situadas en un ámbito abstracto, encarnan
la belleza en su esplendor que dura apenas un instante antes de caer en la
decadencia, representada por la flor desgajada que se precipita al vacío. Me ha
parecido una forma hermosa y sutil de festejar este olor a primavera que se
abre paso ya entre los últimos coletazos del invierno. Maravillas del arte:
esta primavera pasará, pero las flores de John Murphy seguirán para siempre
suspendidas en la nada, hermosas en su perdurable fragilidad.
En Dama con un libro están presentes dos rasgos que me encantan de su
autora, la pintora inglesa Vanessa Bell (1879-1961). En primer lugar, la
actitud de recogimiento y abstracción de la modelo, acompañada ―como sucede con
frecuencia en los cuadros de esta artista― por un libro, aunque no sea en este
caso el centro de su atención. Por otro lado, la importancia alcanzada por los
vestidos y los fondos, cuyos diseños pasan a un primer plano y roban casi el
protagonismo al elemento humano del retrato. Con frecuencia los personajes de
Vanessa Bell llevan alguna prenda cuyo estampado, ya sea de motivos florales o
geométricos, posee una curiosa animación y un carácter personal: sucede aquí
con el chal azul y blanco que envuelve el cuello de la modelo, casi la única
nota de color en su austera vestimenta. Y qué decir de ese estampado floral de
la pared, exuberante y colorido, una explosión vegetal que parece haberse
escapado del jarrón de la izquierda, o tal vez de la imaginación de la dama
abstraída en unos pensamientos cuyo carácter desconocemos.
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