CIGÜEÑAS
Hace
un par de días volví de viaje y una de las primeras cosas que hice fue
descargar en el ordenador las fotografías de mi cámara digital. Y, como me
suele suceder en semejantes ocasiones, mientras lo hacía me vinieron a la
cabeza las imágenes que por motivos distintos no pude recoger con mi cámara;
esos detalles, esos momentos contra los cuales conspiró la noche, el contraluz,
las prisas o lo inoportuno de su aparición frente a mis ojos. También como
siempre, me parecieron las imágenes más bellas de todas las que había
contemplado, mucho más que las que aparecían rigurosamente almacenadas en los
archivos que iba guardando en una carpeta de mi ordenador. Es, supongo, el
destino de los soñadores, los románticos y los insatisfechos: siempre nos
parece mejor lo que se nos escapa.
Las
fotografías que en esta ocasión lamento no haber hecho son dos. Lo curioso, y
por eso estoy escribiendo estas líneas, es que ambas tienen como protagonistas
a mis aves preferidas. La primera de esas imágenes fugitivas se desplegó frente
a mí en un punto indeterminado de las tierras zamoranas o leonesas. Iba yo conduciendo
con más sueño del debido por un paisaje llano y de vegetación baja. Los puntos
en los que fijar la atención eran escasos y eso contribuía probablemente a mi
somnolencia. En esto, me di cuenta de que en lo alto del firmamento podía verse
ya, a pesar de ser pleno día, una rotunda luna llena. Estaba entretenida observando
cómo pequeñas nubes se deslizaban frente a ella cuando, de pronto, una cigüeña
apareció por el lado derecho del coche y atravesó la pálida esfera con el
hermoso dibujo blanco y negro de sus alas desplegadas. Sonreí al pensar en mi
cámara guardada en su funda en el asiento de atrás y en mis manos fijas en el
volante. Era una foto imposible y, por eso mismo, inolvidable. Con mucho menos,
los maestros japoneses habían creado haikus que habían sobrevivido a los
siglos.
Pero
la cosa no acabó ahí: las cigüeñas insistieron en poner de relieve lo limitado
de mi arte fotográfico. Al día siguiente, me encontraba frente a la Catedral
Vieja de Salamanca, intentando localizar con el zoom un nido colocado en lo
alto de la fachada, cuando una de sus inquilinas alzó el vuelo, recorrió con
insultante ligereza la escena que recogía mi objetivo y cruzó la plaza justo
por encima de mi cabeza. Por supuesto, mi dedo se había quedado paralizado
sobre el botón de disparo. Ahora tengo varias fotografías de la preciosa Torre
del Gallo de la catedral, encuadradas y luminosas, idénticas a las que habrán
sacado los incontables turistas que a diario enfocan sus cámaras hacia lo alto.
Supongo que más de uno jugará a completarlas con el dibujo de las aves, con el
rayo de luz o la cortina de lluvia que su objetivo no pudo registrar pero que
han quedado para siempre grabados en su memoria. Por mi parte, he de decir que
la vieja catedral nunca me había parecido tan hermosa.
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