LOS CUADROS DE DICIEMBRE (2016)
Siempre
que llega esta época del año y empiezan a surgir en derredor los primeros
signos navideños, me acuerdo del belén que montaba de niña. Y entre todas
aquellas figuritas que aguardaban pacientemente metidas en una caja durante
doce meses, me viene a la cabeza la hermosa imagen de mi ángel. Porque a pesar
de haber sido una descreída precoz, siempre me han fascinado ―lo siguen
haciendo― esas criaturas estilizadas, ambiguas y aladas: la transposición del
mundo de las hadas a la iconografía religiosa. Este Ángel del artista estadounidense Abbott Henderson Thayer
(1849-1921) se parece mucho al que yo colocaba todas las navidades, colgado en
precario equilibrio, sobre las planchas de corcho con las que simulaba un
establo. Tiene su majestuosidad y su delicadeza; incluso ―creo recordar― un
gesto similar en los brazos que se cruzan sobre el pecho. Es un ángel de
facciones femeninas y de expresión melancólica, que parece meditar sobre los
hechos que se avecinan y que él (ella), en su condición semidivina, ya conoce.
Tiene, por último, el encanto añadido de lo abocetado e incompleto: su silueta
se pierde en los bordes del lienzo, del mismo modo que aquel ángel de mi
infancia esquiva una y otra vez mis intentos de recordar con precisión sus
rasgos.
Partiendo
del bodegón, género clásico por antonomasia, se puede llegar a interpretaciones
tan mágicas y personales como las del pintor asturiano contemporáneo Carlos
Sierra. Sus cuadros se estructuran a partir de un núcleo que recrea fielmente
la realidad. En el que encabeza estas líneas, dicha función la realiza el
lienzo representado en la zona central, en el que frutos variados se plasman
con detalle y nitidez, en la más pura tradición de la naturaleza muerta. El
artista parece reproducir una de sus propias obras en esta “pintura de
pinturas” para después liberar su fantasía en torno a ella: las aves, criaturas
libres donde las haya, rodean esta creación estática, acuden en bandada, se
posan en sus nidos o dejan caer misteriosas plumas cuya procedencia se nos
oculta. Este mundo lleno de lirismo está resuelto con tonos amarillos que son
una explosión de colorido, un triunfo de la emotividad y la vida. Las
naturalezas muertas de Carlos Sierra contienen en su denominación una evidente
paradoja; son un torbellino de sensaciones y movimiento, una instantánea
captura del vuelo de la imaginación.
Recuerdo
que hace años soñé que la entrada del frío se encarnaba en un hombre que
caminaba pesadamente, arrastrando a su paso un séquito de viento y hojas
muertas. Me he acordado de este antiguo sueño mío al ver el cuadro del pintor
británico Charles Spencelayh (1865-1958) titulado Un viajero de invierno. Este personaje solitario cuya figura se
recorta en el paisaje blanco parece la perfecta plasmación del periodo
invernal: su postura de recogimiento, su gesto ensimismado y sus pies hundidos
en la nieve resumen la dureza y la introspección propias de esta época del año.
Como no podría ser de otra forma, el pintor resuelve su obra a base de tonos
oscuros en violento contraste con el manto de blancura que recubre el paisaje.
Es de especial belleza el trazado de las ramas retorcidas del árbol, cuya
negrura se ve interrumpida por los copos de nieve posados sobre ellas. Con su
mezcla de encanto y melancolía, esta escena en la que el caminante solitario avanza
abstraído en sus pensamientos parece representarnos a todos, en un viaje que va
más allá del mero tránsito hacia épocas más benignas.
El
título de este cuadro, Pequeña faunesa
durmiendo, nos prepara para la contemplación de una obra de carácter mitológico,
pero su autor, el fauvista francés Jean Puy, juega a ampliar su punto de vista
y a introducir en el lienzo los entresijos de su propia creación. Vemos gracias
a ello a dos hombres sentados frente a sendos lienzos en actitud de trabajo; la
muchacha que da nombre a la obra se nos revela así como una modelo posando en
un estudio de artistas. Pese a este artificio, la presencia del personaje
femenino rebosa inocencia y autenticidad. Uno diría que está realmente dormida,
que se encuentra en efecto reposando en mitad del bosque, expuesta a la
curiosidad de las criaturas que por él merodean. Esta pintura sobre la pintura
produce en mí el mismo doble juego que una representación teatral: soy
consciente de la convención y la falsedad que implica, pero la emoción del
actor convertido en personaje me resulta sincera y me conmueve. Como en los
grandes prólogos de Shakespeare, la tramoya se desvanece y da paso a la
ilusión; veo las telas y los caballetes, el montaje del estudio de pintores, y
sin embargo esta faunesa me resulta más genuina, conmovedora en su simplicidad,
que si el artista la hubiera situado junto a unas rocas y rodeado de
vegetación. Y qué decir de la claridad que la envuelve. Sin olvidarse del
vibrante colorido del fauvismo, Puy extiende frente a nuestros ojos una masa
blanca que sitúa a su personaje en una dimensión aparte, en un mundo de
silencio y soledad. Definitivamente, cuando más me gustan los fauvistas es
cuando, en contraste con las locas tonalidades que parecen gritar desde sus
cuadros, se acuerdan de la hermosa serenidad del blanco.
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