EL TIEMPO DETENIDO
Leo
mucho últimamente. Las altas temperaturas contribuyen a ello: entre todas las
actividades que se pueden desarrollar en una inmovilidad casi absoluta (y con
este extraño calor de finales de verano, la actividad física no resulta muy
tentadora), la lectura es con diferencia la que más me apetece. Leo incluso
varios libros a la vez, cosa que me resulta harto difícil en cuanto mi cerebro
se diversifica para atender los asuntos del curso académico.
«En el
fondo del salón, una joven de pelo negro estaba mirando por la ventana, dando
golpecitos en el cristal como si quisiera llamar la atención de alguien en el
exterior. […]
Si
uno se dedica a saltar entre obras distintas, si viaja por ahí con varias novelas
cargadas en el libro electrónico, pero tiene esperando en la mesilla de noche
el volumen que debido a su peso no puede acarrear, aumenta la probabilidad de
que se produzcan confluencias. Una voz nos habla de día, otra después de comer,
otra nos acompaña los minutos previos al sueño, y de pronto una de ellas le
hace eco a alguna de las otras y toca el mismo tema que la anterior acaba de
tratar. Es una curiosa sensación que nos hace pensar que nos hemos equivocado
de lectura en un despiste, o que una idea se ha fugado de los confines de un
libro para adentrarse en el interior de otro. Así me sucedió hace unos días con
las dos últimas escritoras que me han acompañado, Penelope Fitzgerald y Donna
Tartt.
En su novela La
flor azul, Penelope Fitzgerald narra desde una perspectiva en absoluto
sentimental el enamoramiento del joven Novalis de una muchacha que aún no ha
dejado atrás la infancia. En su despojada sobriedad, la autora consigue una
preciosa y nada estereotipada plasmación del amor a primera vista. Transcribo a
continuación un breve fragmento del pasaje en el que Fritz, el protagonista, es
invitado a una casa y conoce a la familia propietaria. Uno de sus miembros es
la muchacha que se convertirá a partir de entonces en el centro de su universo.
La autora describe el fulminante enamoramiento del joven con esta emocionante
concisión:
―Que el
tiempo se detenga hasta que se dé la vuelta ―dijo Fritz en voz alta.»
La sensación de que el tiempo adquiere una textura
distinta en el preciso momento en que nace el amor; el deseo de que ese
momento único en su belleza se estire hasta el infinito. A Penelope Fitzgerald
no le hace falta explicitar nada más: el lector ya sabe de la intensidad de esa
pasión que comienza.
Donna Tartt nos habla en El secreto de otra forma no menos intensa de amor: las amistades de
juventud. El narrador, un recién llegado a la universidad, cae fascinado por un
grupo de selectos estudiantes de griego que poco a poco se van abriendo para
acogerle en sus actividades y también ―ya lo dice el título― en la oscura red
de sus relaciones. Uno de ellos tiene una casa en el campo y allí pasan con
frecuencia los amigos los fines de semana. Es la materialización misma de la
Arcadia: la vida en su esplendor, la belleza de la naturaleza, la camaradería,
la felicidad de estar integrado en un grupo de elegidos. Frente a ese paraíso,
el reloj que marca el avance del universo sólo puede ser considerado como una
amenaza:
«La idea
de vivir allí, de no tener que regresar jamás al asfalto, a los centros
comerciales, a los muebles modulares; la idea de vivir allí con Charles y
Camilla, con Henry, con Francis, y quizá incluso con Bunny; de que nadie se
casara ni volviera a su casa ni se marchara a trabajar a una ciudad lejana ni
cometiera ninguna de las traiciones que cometen los amigos cuando acabas la
carrera, de que todo siguiera tal como estaba en aquel instante…, aquella idea
era tan maravillosa que no creo que pudiera imaginar ni siquiera entonces que
llegaría a hacerse realidad, pero me gusta pensar que así fue».
Por supuesto, la muchacha de pelo negro que miraba
por la ventana se dio la vuelta y los jóvenes que compartían un despreocupado
edén cometieron todas esas traiciones que nos alejan inevitablemente de los
amigos de juventud. La implacable maquinaria del tiempo prosiguió su avance,
destruyendo y construyendo también realidades distintas, pero ninguna tan
amable ni hermosa como las que quedaron atrás. Menos mal que ahí están la
literatura y las voces de estas dos narradoras, unidas por el azar en mis
lecturas de verano, para hacernos sentir el milagro del tiempo detenido.
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