LOS CUADROS DE JULIO (2016)
Me maravilla la forma
en que trabajan los grandes dibujantes: su proceso de creación recuerda al del
escultor que va sacando de la piedra la forma que adivina en ella, dejando
ciertas zonas de material en bruto para que recordemos el desorden original del
que ha sabido extraer su criatura. Dicha técnica resulta evidente en este
prodigioso Retrato de Maria Kolb, del
pintor y grabador austriaco Christian Wilhelm Allers (1857-1915). En la línea
tantas veces explotada de los retratos clásicos, deudores de las efigies de las
monedas, Allers coloca a su modelo de perfil en una actitud que nada tiene de
forzada ni solemne, sino que recoge la frescura y naturalidad de sus pocos
años. Los cabellos que se escapan del primoroso peinado, la mirada seria y
concentrada y las mejillas sonrosadas que se adivinan a pesar de la monocromía,
dotan de extraordinaria vitalidad a este retrato infantil. El cuidadoso
realismo con que se reproducen los detalles (los pliegues de la oreja, la trenza,
las pestañas…) se va disolviendo con elegancia cuello abajo, hasta resolverse
en una simple línea que marca el final del vestido sobre el escote, en un
recordatorio de que este prodigio de vida que contemplamos es únicamente el
producto de un lápiz sobre un papel.
Esta mañana me he
despertado con una tremenda añoranza del mar y me ha parecido que la mejor
forma de combatirla era acudir al arte. De inmediato me ha venido a la cabeza
el pintor danés Peder Severin Krøyer,
que ya alguna vez ha hecho acto de presencia en este blog con sus evocadores
cuadros de paseantes a la orilla del agua. En esta ocasión traigo también un
paisaje marino, pero las melancólicas figuras femeninas que son una de las
señas de identidad del artista han cedido paso a otras más menudas y activas:
las de los chiquillos que se bañan en este Día
de verano en la playa sur de Skagen, realizado en 1884. Casi todos los
cuadros que conozco de Krøyer en los que se recrea la vida en la playa de
Skagen están pintados desde una perspectiva similar; uno tiene la sensación de
que el artista instaló su caballete en un punto de ese ámbito conocido y se
dedicó a espiar el paso de las horas y la sucesión de personajes que con sus
variadas actividades animaban los distintos momentos del día, desde la salida
del sol hasta la proyección de la luna sobre las aguas. Paseantes en parejas,
mujeres con sus perros, pequeños bañistas, pescadores que regresan o salen a
sus faenas se integran en un entorno hermoso y apacible, plasmado con intenso
lirismo y con el toque melancólico de lo perdido: parece como si Krøyer pintara
un paisaje recordado y no uno que tuviera frente a él. En este Día de verano, la gran protagonista del
cuadro es, más que en ningún otro de su autor, la luz: los rayos de sol que
crean destellos metálicos en la orilla y proyectan las sombras de las figuras
infantiles sobre el agua o sobre la arena, como sucede en el caso del único
personaje solitario del conjunto, la niña rigurosamente vestida a la cual el
contraluz reduce casi a una silueta negra. Esta pequeña que observa con grave
resignación el disfrute de los de su edad se me antoja el elemento más
enternecedor de la escena; es inevitable simpatizar con su gesto serio, con la
tristeza contenida en su actitud de niña bien educada a la que las normas
sociales impiden participar en la alegría que tiene al alcance de su mano.
Se
me ocurren innumerables ejemplos de pinturas en las que el efecto de la luz
solar sobre las superficies adquiere especial importancia, pero ninguno salvo
este cuadro del italiano Giuseppe Pellizza da Volpedo en que el sol sea el
protagonista absoluto. Pellizza da Volpedo es un pintor sorprendente, de
trágica y breve vida, capaz de tratar temas clásicos con una sensibilidad
distinta. El título de esta obra, Sol
naciente, nos remite de inmediato a la pintura casi homónima de Monet,
treinta años anterior. Pero si Monet fue transgresor en lo referido a la
técnica, la originalidad de Pellizza se deriva de la concepción misma del
cuadro: el paisaje queda reducido a la masa oscura que llena gran parte del
lienzo, porque lo que ocupa toda la atención del artista es el astro elevándose
en el cielo. En el cegador contraluz, solo somos capaces de adivinar varias
capas indeterminadas de vegetación, tal vez alguna construcción humana cuya
naturaleza se nos escapa. Siguiendo los postulados del divisionismo, técnica
consistente en la separación de los colores en trazos que interactúan para
formar la imagen, el pintor crea con minuciosidad el haz de rayos que lo
inundan todo; el detalle que le falta al paisaje lo tienen esas líneas
concéntricas, multicolores, que crean una sensación de vida que comienza, de fuerza incontenible, de triunfo del calor.
El pintor
estadounidense Winslow Homer crea en 1890, bajo el título de Noche de verano, la imagen más
misteriosa y sugerente que conozco del periodo estival. Todo contribuye a hacer
que esta escena festiva y cotidiana se cargue de significado: el abandono con
que las dos mujeres bailan enlazadas, las siluetas negras de sus acompañantes
que contemplan fijamente el agitado oleaje, como un solemne y estático coro, y,
sobre todo, el manto de plata que cubre las aguas, reflejo de una luna que no
llega a aparecer en el lienzo. Yo no me canso de mirar este cuadro y de
imaginar las relaciones entre sus personajes, el porqué de su presencia tan
cercana a un mar amenazador. Tal vez un fin de fiesta tardío, que reduce a una
cansada inmovilidad a las figuras del fondo y a una entregada danza a las dos
protagonistas. Hay algo de escenario teatral en la superficie lisa sobre la que
evolucionan las dos mujeres unidas en estrecho abrazo, con un brioso movimiento
del vestido la que nos da la espalda, con un hermoso gesto de abandono y
confianza en sus ojos cerrados la que está de cara hacia el espectador. Tal vez
el acierto de Homer radica ―y no es poco― en saber aprovechar lo que la
naturaleza brinda; en captar la magia, el poder liberador que tiene cualquier
noche de luna llena sobre el mar.
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