FRAGMENTOS DEL MURO

Llegué frente al muro de Berlín ―el Muro por antonomasia― con la cámara preparada y cierta confusión de sentimientos. Es lo habitual cuando los monumentos o restos históricos remiten a un pasado demasiado cercano y, por ello, doloroso. Se puede perdonar, si no olvidar, el esfuerzo sobrehumano impuesto a centenares de campesinos para la construcción de las Pirámides; varios milenios de distancia se encargan de suavizar el efecto que ese detalle causa en la posteridad. Pero cómo retratar con curiosidad de turista una pared que supuso una gigantesca cicatriz abierta de extremo a extremo en el rostro de una sociedad durante casi treinta años.

East Side Gallery es el nombre con el que se conoce al conjunto de pinturas que decoran el kilómetro largo de Muro que se conserva en pie. Más de un centenar de artistas de distintas nacionalidades acudieron al reclamo en 1990 y lo decoraron con sus creaciones. Son obras fruto del entusiasmo surgido al final de la Guerra Fría: hablan ―como no podría ser de otra forma― de ruptura de barreras, de un mundo unido, de repulsa a los conflictos armados. De paz y convivencia entre culturas, pero también del horror de la violencia y la represión. Lo hacen con un estilo eficaz, expresivo, lleno de colorido y de líneas impactantes. Es la más amplia galería de arte al aire libre que existe en el mundo y uno de los principales alicientes para mí en mi reciente visita a Berlín. Me dirigí a ella emocionada y con el propósito de retratarla palmo a palmo. Y entonces me encontré con algo que no esperaba: el símbolo por excelencia de la eliminación de fronteras estaba cubierto en toda su longitud por una alambrada.

Los artistas urbanos saben mucho del carácter extremadamente azaroso de su obra. Confían sus creaciones a la intemperie y a la intervención de otros humanos que, guiados por impulsos ancestrales, sienten la necesidad de dejar su impronta en forma de firma, fecha o simple chafarrinón. Es parte del encanto de esta modalidad artística, pero también su condena: no hay pintura mural al aire libre que soporte el paso de los años, a menos que se la proteja. Tal es la intención de la valla de alambre que cubre las pinturas del East Side Gallery, que me sumió en el desconcierto por un rato y que hace imposible la labor de fotografiar ninguna de las obras sin sacar en primer plano el siniestro entramado de alambres enlazados. A menos que se cuele el objetivo por los resquicios y se capte sólo detalles. Eso fue lo que hice.

Lo que al principio me pareció una limitación ―ni uno solo de los murales aparece entero en mis fotos―, al rato me pareció un interesante filtro. Me obligaba a fijarme en elementos significativos, a buscar el detalle lo bastante expresivo como para tener valor aislado del conjunto. El resultado es una colección de imágenes fragmentadas en las que destacan rostros, manos, figuras desgajadas de su entorno que lanzan su mensaje en solitario. Cada vez que apretaba el pulsador de mi cámara, tenía la impresión de estar burlando la fría imposición de la red de alambre. Un pequeño homenaje a los que se dejaron y se dejan la piel saltando ese muro y otros muchos ―demasiados― que dividen el planeta.
 
 







 
 
 
 
 
 
 

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