LOS CUADROS DE ENERO (2016)
Con el nombre de Labores de los meses se conoce al ciclo
de doce escenas que plasman los trabajos del campo representativos de cada
parte del año y que fueron muy desarrolladas en el arte medieval y del
Renacimiento. A este último periodo pertenece la miniatura que encabeza estas
líneas y que se corresponde con el mes de enero. Se debe a los pinceles del
artista flamenco Simon Bening (1483-1561),
cuyo taller ilustró con imágenes de este tipo numerosos libros de horas
destinados a personajes de alto rango de toda Europa. El que incluye esta
ilustración en concreto ha pasado a la posteridad con el curioso nombre de Libro del golf, por una miniatura que
representa a varios personajes jugando a algo que parece un precedente de dicho
deporte. Imagino el enorme placer que supondrá pasar las páginas de uno de
estos volúmenes y contemplar de cerca sus primorosas ilustraciones. En este
caso, enero aparece representado con un paisaje nevado ―no podría ser de otra
forma― en el que el blanco predominante establece un vivo contraste con los
colores de las vestimentas y del marco ornamental. Varios edificios típicamente
centroeuropeos sirven de marco a las actividades de los personajes. Uno de ellos
abre ante nosotros su interior para invitarnos a contemplar una entrañable
escena familiar. Creo que podría dedicar largas horas a perderme en los
detalles de estas delicadas e ingenuas representaciones; me ha parecido por
ello la mejor forma de empezar este año que, confío, seguirá estando lleno de
pintura.
El
pintor y fotógrafo francés Louis Treserras explora el universo femenino con un
estilo que oscila entre el realismo y lo poético y que unifica sus creaciones
hasta el punto de que a veces resulta difícil discernir si pertenecen a una u
otra modalidad artística: sus fotografías son sugerentes como cuadros; sus
pinturas son detallistas como imágenes captadas con una cámara. Las modelos de
Treserras son jóvenes o incluso adolescentes dotadas de un aura de misterio y
vulnerabilidad, que se presentan perdidas en sus pensamientos o, como sucede en
este caso, clavando en nosotros una mirada intensa y escrutadora. Este cuadro
se titula La pequeña inglesa y es un
reclamo difícil de eludir. Yo no me canso de contemplar este prodigio de
armonía; como me sucede a menudo con las obras que exploran el territorio del
blanco, me resulta sumamente placentero recrearme en sus infinitos matices,
plasmados en este caso en la indumentaria del personaje y en la pared que le
sirve de fondo. En ese entorno sutil, el rojo de la cabellera destaca con
increíble viveza y subraya un rostro en el que se alberga una firme
determinación. Uno puede contemplar largamente a esta jovencita de rasgos
delicados y expresión grave sin averiguar del todo lo que se oculta tras su
mirada.
Había
tenido pocas ocasiones de contemplar en vivo obras de Edvard Munch hasta que la
semana pasada fui a la exposición monográfica dedicada a su figura en el Museo
Thyssen. Iba a decir que Munch es un artista que me encanta; casi diré mejor
que me remueve interiormente y que frente a sus obras experimento con
frecuencia una intensa sensación de reconocimiento; no en vano una de ellas fue
de las primeras en aparecer en esta sección, hace ya cinco años. Era inevitable
volver a traerlo aquí, pero elegir uno de los cuadros de la mencionada
exposición no ha sido fácil. Me he quedado finalmente con el titulado Tormenta, que me produjo un impacto
visual instantáneo: la escena nocturna y la mágica presencia de la casa con el
interior iluminado fueron un rápido reclamo para mi imaginación. Se trata,
además, de un cuadro muy representativo del espíritu de su autor, con su
técnica inacabada, sus pinceladas violentas y su fuerza expresiva. Si todos los
personajes de Munch parecen presas de una profunda agitación, si sus paisajes
están formados por líneas curvas y alucinadas ondulaciones, esa tormenta
interior que anima su universo se hace aquí material, se desborda y lo preside
todo. El cielo tempestuoso, los árboles inclinados por el viento y unos
misteriosos personajes femeninos que se enfrentan a la intemperie en una
actitud que parece un eco del célebre grito de su obra más conocida, son la
perfecta encarnación de la angustia de vivir. La obra de Munch se manifiesta una
vez más como el desahogo de un alma atormentada, presa de tempestades
interiores que resulta imposible contener.
En
los cinco años que llevo renovando semanalmente esta sección, nunca me han
faltado ideas, llegadas en cada ocasión por vías diversas, pero siempre a
tiempo. En este caso, el responsable es un amigo que me ha traído de un viaje a
Londres una reproducción de este precioso Vermeer. Se trata de un pintor que me
gusta especialmente y que ya tuvo presencia hace mucho en este espacio; por qué
no traerlo, pues, de nuevo, con motivo de tan estupendo detalle. Como me ocurre
siempre frente a las obras de este autor, contemplar esta Lección de música me ha producido una simultánea impresión de
familiaridad y sorpresa. Por un lado, contiene todos los elementos
clásicos de Vermeer: los personajes abstraídos en sus labores, la viveza y
armonía del colorido, la ventana situada en el lado izquierdo de la estancia y
que baña el interior con una luz blanca, sobrenatural. Pero por otro, el lienzo
está lleno de detalles que lo hacen único. Lo primero que atrapa nuestra
atención es el maravilloso juego de perspectiva creado por las baldosas blancas
y negras dispuestas de forma transversal. Los personajes ―el maestro de música
y su alumna― se encuentran en un segundo plano; el protagonismo de la escena lo
acaparan el espectacular suelo y el tapiz que cubre la mesa de la derecha. Uno
tiene más que nunca la impresión de estarse colando en un momento privado; se
diría que estamos a punto de ver nuestra propia imagen reflejada en el espejo
del fondo, junto al rostro de la joven alumna abstraída en su música.
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