LA MUERTE Y LA PIEDRA
Al
terminar La lluvia amarilla de Julio
Llamazares sentí el impulso de compartir mis impresiones de lectura en este
espacio. Pero dicho impulso vino acompañado por la certeza de que cualquier
comentario sobre un libro tan intenso y rotundo sería necesariamente superfluo.
Me quedo, en consecuencia, con un pequeño detalle, apenas una pincelada entre
las muchas poéticas y terribles que conforman este fresco sobre la más absoluta
soledad.
Avanzada
la novela, da Llamazares esta hermosa visión de los esfuerzos del ser humano para
esquivar la muerte: «Cuando alguien moría, la noticia
pasaba, de vecino en vecino, hasta el final del pueblo y el último en saberlo
salía hasta el camino para contárselo a una piedra. Era el único modo de
librarse de la muerte. La única esperanza, cuanto menos, de que, un día,
andando el tiempo, su flujo inagotable pasara a algún viajero que, al cruzar
por el camino, cogiera, sin saberlo, aquella piedra». Esta costumbre ―no sé si inventada por el escritor
o recogida de tradiciones locales; tanto da― se transmite de padres a hijos en
el pueblo de Ainielle, escenario de la novela. Ese “irse librando de la muerte”
me recuerda a los juegos infantiles en que los participantes se van pasando
unos a otros un peso terrible e imaginario por el sencillo método de
perseguirse y tocarse alguna parte del cuerpo. Me parece precioso el contraste
entre la simplicidad, el candor del ritual, y la gravedad del hecho al que se
refiere. Al fin y al cabo, nuestra existencia es un constante mirar hacia otro
lado en lo relativo a la muerte: esta vez no me ha tocado a mí, se lo voy a
pasar a otro, ya está lejos y no la veo. Pura ingenuidad, en definitiva.
La imagen de la muerte encerrada en una piedra me remitió
de inmediato a otro pasaje del mismo autor, la escena final de Distintas
formas de mirar el agua, que fue mi anterior lectura. La familia
protagonista se ha reunido para arrojar las cenizas del patriarca en un
pantano. El hijo pequeño, uno de esos “inocentes” que tanto juego dan en la
literatura, se queda solo cuando sus parientes se retiran para realizar un acto
de suma importancia: arrojar una piedra a las aguas del embalse. Él sabe que la
vibración de las ondas que producirá la piedra será una forma de comunicarse
con su padre. Metido en la cabeza de su personaje, Llamazares da la siguiente
explicación: «...pues
toda el agua del mundo está comunicada entre sí, desde los ríos a los neveros
de las montañas y desde estos a los océanos, según parece. Tú tiras una piedra
a un canal de riego y la onda que se forma se multiplica recorriendo todas las
aguas del mundo, desde España hasta América y desde América al Japón». Otra
forma infantil y bellísima de burlar a la muerte. Los grandes conceptos, los
problemas universales, reducidos a la simplicidad de un elemento primordial: la
piedra. Esa capacidad de dar una forma limpia y sencilla a lo que nos desborda
es lo que distingue a los que, como Llamazares, son por encima de todo poetas.
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