LECTURAS DEL PASADO OTOÑO (2015)
España, finales del siglo XVIII. En un Siglo de las Luces que
no siempre hace honor a su nombre, en un país sometido aún a poderosas
influencias que lo sumen en el atraso y el oscurantismo, los componentes de la
Real Academia de la Lengua deciden traer la obra prohibida por antonomasia, aquella
que se ha gestado en el hervidero ideológico que es la Francia previa a la
revolución. Para ir a buscarla ―no se trata, precisamente, de una rápida compra
por Internet de nuestros días―, es necesario seleccionar a dos de ellos, que
habrán de enfrentarse a las previsibles dificultades que supone la adquisición
de un libro tan cuestionado. El grupo no está compuesto por hombres de acción:
son poetas, estudiosos de la lengua, bibliotecarios. El viaje promete ser largo
y azaroso. Un acta refleja cómo los académicos deciden por mayoría elegir «a dos hombres buenos que, provistos de los
correspondientes viáticos para transporte y subsistencia, viajen a París para
adquirir la obra completa conocida como Encyclopédie». De dicha acta de la época extrae Pérez-Reverte el precioso
título de su última novela, Hombres
buenos. No valientes, ni desenvueltos, ni experimentados. La bondad como
valor supremo capaz de llevar a buen puerto una causa justa. Un hermoso
adjetivo que hoy nos resulta ingenuo y superado, y que parece extraído de un
vocabulario infantil. A mí el simple título de esta novela me ha dado mucho que
pensar: tal vez deberíamos revisar los supuestos de esta sociedad rápida y
sofisticada nuestra; quizá descubriríamos que la salvación, la única
posibilidad de construir un mundo más habitable, reside precisamente en las
buenas personas.
Leer a Eloy Tizón es una experiencia única. En su narrativa
se da un curioso fenómeno que comienza con una sensación de extrañamiento, de
estarse adentrando en territorios inexplorados y con frecuencia difíciles de
comprender a través del intelecto. Entonces, cuando el lector se encuentra ya
alejado de sus referentes cotidianos, desprotegido y asombrado, se produce un
zarpazo que le llega directo al corazón, a lo más íntimo y cercano. Ese viaje a
lo desconocido para encontrarse allí con lo que se tiene en el fondo de uno
mismo es, como bien indica el título de este conjunto de relatos, todo un
proceso de iluminación. Este cuentista que es también un poeta nos lleva de la
mano con su estilo cuidado, preciso, deslumbrante. Sus personajes son gente que
abandona sus casas y ciudades por motivos oscuros e incomprensibles, que viaja
con objetos o seres misteriosos en las maletas, que asiste a actos sociales que
degeneran hacia lo inquietante. La ambientación oscila entre la realidad
cotidiana y los escenarios de pesadilla; en consonancia con esto último, el
lenguaje del narrador está poblado de imágenes alucinadas y poderosísimas. Este
libro de Eloy Tizón es para el lector un viaje arriesgado. Se llega con él a
terrenos incómodos y desazonantes, pero también se puede alcanzar en su
transcurso el momento privilegiado de la revelación.
Tal vez en casos como este debería cambiar el nombre de la
sección por Lo que voy a leer.
Dickens no entraba en mis planes de lectura en estos momentos, pero esta
colección de sus relatos de fantasmas me lanzó su llamada desde una estantería
de la biblioteca pública que frecuento. Y lo hizo por un doble motivo: un
título sugerente y una bella cubierta. Reclamo irresistible. Los libros de la
editorial Impedimenta lo son en
general para mí; las sobrecubiertas de cartón rugoso y las imágenes que las
ocupan me producen el impulso de tomar el libro entre mis manos, de acariciarlo
y hojearlo. Es frecuente en esta editorial la utilización en cubierta de
cuadros de pintores decimonónicos cuando se trata de ilustrar obras de esa
época; uno de los elegidos suele ser el victoriano John Atkinson Grimshaw con
sus melancólicos paisajes nocturnos. He aquí la conjunción que me ha hecho
posponer otras lecturas que tenía en lista de espera: el título Para leer al anochecer y la imagen de un
caserón iluminado asomando entre los árboles, captada por los sutiles pinceles
de Grimshaw. Echo un vistazo al índice y compruebo que solo conozco uno de los
relatos que forman la colección, el titulado El guardavías, que leí hace años y que me impresionó por la
extraordinaria creación del ambiente. Me dispongo, pues, a sumergirme en un
universo lleno de descripciones poderosas, encuentros fortuitos entre
personajes que se cuentan sus historias y, por qué no, el soterrado humor de su
autor. Aparte, claro está, de los fantasmas.
Hará cosa de un mes, oí por la radio una reseña de este libro
de William Ospina al que no sé si denominar novela, ensayo o diario de viaje.
Supe que ese verano al que aludía el título era el de 1816, año en que las
consecuencias de la erupción de un volcán indonesio sumieron al planeta en un
crudo e intempestivo invierno durante los meses estivales. La historia es de
las más conocidas y celebradas del anecdotario relacionado con la literatura:
reunidos en una villa a orillas del Lago Lemán, varios ilustres veraneantes
aceptaron la propuesta del más estelar de todos ellos, lord Byron, de huir del
hastío creando relatos de terror. Los cuatro miembros de ese grupo que han
pasado a la posteridad son ―no hace falta decirlo― los poetas Byron y Shelley;
Pollidori, secretario y abnegado amigo del primero, y Mary Shelley, la esposa
del segundo. La consecuencia de este juego de intelectuales es la creación por
estos dos últimos de los personajes que mejor encarnan el miedo a lo
desconocido del hombre contemporáneo: el vampiro y Frankenstein. Oída la reseña
radiofónica, me faltó tiempo para hacerme con el libro, como me sucede con todo
lo relacionado con este episodio que tanto ha alimentado el vuelo de mi fantasía
desde que era muy joven. A falta de participar en ese maravilloso entramado de
relaciones tortuosas y fantasías desbocadas que fue el verano de 1816 en Villa
Diodati (nací, me temo, con casi dos siglos de retraso), me conformo con ir de
la mano de este escritor fascinado por el episodio ginebrino y con seguirles
los pasos a estos personajes singulares, atormentados, intensos, destructivos y
geniales, que con sus trayectorias vitales ilustraron como nadie ese movimiento
que rebasaba lo puramente artístico y que llamamos ―con mayúscula, por favor―
Romanticismo.
Tuve noticias de este libro del para mí desconocido escritor
noruego Kjell Askildsen a través de un blog de literatura que visito
habitualmente. No se trataba de una reseña, sino de la simple reproducción de
un párrafo de uno de los tres relatos que lo componen, el que da título a la
colección. Me bastaron esas pocas líneas secas y contundentes para sentir el
imparable deseo de continuar la lectura. He entrado así en contacto con los
protagonistas de este breve tríptico, que encarnan distintas facetas de la
soledad y el desasimiento del ser humano. Un anciano que describe con frialdad
imperturbable su propio deterioro físico y emocional. Un sospechoso de un grave
delito que, cuanto más intenta huir de la condena que se cierne sobre él, más
pruebas acumula en su contra. Un hombre que vive en completo aislamiento y que
intenta por última vez establecer contacto con otro ser humano. Pinceladas
concisas y descarnadas que trazan un panorama durísimo, con toques kafkianos o
de teatro del absurdo, sin caer en ningún momento en la más mínima concesión al
sentimentalismo. A pesar de ello, uno se siente impelido a proseguir la lectura
y se conmueve ―se siente removido por dentro, más bien― por el destino de estas
criaturas en las que reconoce lo que de incómodo e incomprensible hay en su
propia existencia.
Pasado perfecto es la primera de las novelas
protagonizadas por el teniente Mario Conde, un policía con vocación de
escritor, descontento con su trayectoria vital, fiel en la amistad e inestable
en el amor, dado a la farra y pertinaz en su labor investigadora. En esta
ocasión, el misterio que debe desvelar le obliga a hacer un doble viaje: al fondo
de un personaje público de apariencia intachable y a su propio pasado, ligado
íntimamente con el objeto de su investigación. Con su hermoso lenguaje y su
fluida prosa, Leonardo Padura hace desfilar frente a los ojos del lector, más
que las pesquisas policiales, los recuerdos de juventud de Conde, las raíces de
sus duraderas amistades, sus primeras tentativas literarias, su diletante
carrera profesional que desembocó en un oficio al que no se creía destinado
pero que desempeña con solvencia. Y sobre todo, su pasión soterrada por una
mujer incanzable que reaparece en su vida tras muchos años, vinculada al caso
que debe desentrañar. La razón y el origen de ese amor incontrolable serán ―sospecha
el lector― los únicos cabos que el eficaz investigador no conseguirá dejar bien
atados. La otra gran protagonista de esta historia de búsqueda de claves
propias y ajenas es La Habana, trazada con viveza y dinamismo: sus calles, sus
gentes, sus bellezas y miserias, su algarabía, su intensa sensación de vida.
Nuestro querido Salvo Montalbano camina decidido hacia la
sesentena y eso le produce una considerable desazón. La búsqueda del tesoro comienza precisamente con una escena que le
da amplia materia para reflexionar: una pareja de ancianos desequilibrados
inician un indiscriminado tiroteo desde la terraza de su casa. Cuando la
policía de Vigata consigue por fin irrumpir en la vivienda, se encuentra con un
aterrador escenario que dice mucho del grado de deterioro físico y mental que
han alcanzado sus propietarios. Por primera vez en su vida, Montalbano se
enfrenta a la perspectiva de la vejez sin que le resulte demasiado ajena. Para
colmo de males, esa temporada de zozobras interiores coincide con una época de
absoluta calma en el tema policial: no hay investigación alguna con la que
entretenerse para ahuyentar los fantasmas interiores; tan sólo una serie de
sobres anónimos que van llegando a manos del comisario y le impulsan a
participar en un juego de pistas cuyo objetivo final desconoce, orquestado por
un personaje misterioso que lo observa desde la sombra. Con su habitual sentido
del humor y su capacidad para la intriga, el asombrosamente prolífico Camilleri
nos guía por una trama llena de giros inesperados, un puzzle cuyas piezas
parecen imposibles de encajar pero que, según sospecha en seguida el lector,
formarán al final un panorama que dejará una profunda huella en el cada vez más
vulnerable protagonista.
En cuanto al libro de Pérez-Reverte y su comentario sobre la salvación en manos de personas buenas, podemos estar tranquilos, que todavía quedáis algunas personas buenas. El libro una maravilla (Pérez-Reverte me tiene ganado, que le vamos a hacer), la historia muy interesante y la bondad la tendré que buscar por ahí a ver si me queda algún resto o se ha ido de fiesta.
ResponderEliminarPues voy a ser optimista (me debo de estar haciendo mayor y blandita): yo veo mucha bondad a mi alrededor, y si tuviera que seleccionar dos personas buenas para ir allende los Pirineos en busca de un libro prohibido, tendría unos cuantos candidatos, tú entre ellos. Me encanta compartir impresiones de lectura contigo, Pedro. Espero encontrarme más veces con tus comentarios en este rincón.
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