SE VA UN MAESTRO
Supongo
que a lo largo de la vida uno se define
por multitud de detalles, incluida la forma de abandonarla. Así ha sido, al
menos, en este caso. Esta mañana, al encender la radio del coche, me he
enterado de que hoy iba a ser incinerado el novelista Rafael Chirbes. La
noticia ha sonado en mis oídos como una detonación y me ha dejado una profunda
sensación de irrealidad. ¿Incinerado? Pero, ¿cuándo había muerto? Yo había escuchado
la radio el día anterior, había leído el periódico en una edición digital de la
noche, y no tenía la menor información al respecto. Me cabe la duda de si se
trata de una casualidad o un despiste por mi parte, pero prefiero pensar que
este novelista bronco y discreto ha salido de escena como antes había
permanecido en ella durante sesenta y seis años: haciendo lo que tenía que
hacer, sin gesticulaciones ni alharacas.
Chirbes
es un escritor que dice lo que debe con las palabras justas. No se calla ningún
aspecto de la realidad por muy desagradable que resulte; tampoco utiliza una
palabra de más. Los aspectos más brutales, necesarios e incómodos de la condición
humana desfilan por sus páginas narrados con contundencia y sin aspavientos. Ni
una frase de más, ni una idea de menos. Es difícil alcanzar un equilibrio tan
fino. Tenía además ―o tiene, que para eso entre otras cosas sirve la
literatura, para perpetuarse más allá del fin― el portentoso don de crear personajes
a los que, una vez insuflada la vida, deja actuar en libertad, como seres
autónomos. Nunca vemos al autor detrás de estas criaturas de increíble
vitalidad; sus empresarios sin escrúpulos, sus políticos corruptos, sus mujeres
tradicionales y sin grandes expectativas, sus trabajadores ahogados por el
sistema, no son el novelista disfrazado de otros tantos roles, sino que tienen
una existencia propia, un pensamiento y un lenguaje que los singularizan a cada
uno de ellos y que son distintos de los de su autor. Chirbes sabe crear y dar
libertad a sus criaturas, como un padre capaz de respetar el espacio de cada
hijo.
Hoy
la prensa se ha llenado de artículos que glosan su figura. Algunos que tuvieron
la suerte de compartir vivencias con él le dedican, como Muñoz Molina, un
emotivo recuerdo. En mi simple condición de receptora de su obra, me limitaré a
decir que Chirbes me ha hecho pasar algunos de los mejores momentos de mi vida
de lectora, pero también de los más desazonantes. De los mejores, qué duda
cabe, desde el punto de vista literario: me descubro ante su pulso narrativo,
su profundidad psicológica, su milagroso dominio del idioma. Ante su capacidad para
transmutarse en un personaje tan en las antípodas de su personalidad como la
sencilla y tradicional protagonista de La
buena letra. Era, en mi modesta opinión, de lo mejor que teníamos en la
narrativa actual de este país. Los otros momentos, los desazonantes, se los
debo a su visión negra, demoledora, del ser humano. No hay una grieta para la
esperanza en la concepción del mundo de este novelista desencantado. Hoy he
leído que solía decir que «la
literatura no sirve más que para contar la infamia permanente».
Ignoro en qué contexto formuló semejante afirmación; lo que sí sé es que la
llevó a la práctica con creces.
Pero vuelvo a mis sensaciones de esta mañana al
enterarme de su desaparición. La tristeza que me ha causado la noticia me ha
dejado sorprendida; me he acordado de una frase de Paul Auster que habla sobre
la absoluta intimidad que la literatura crea entre completos desconocidos.
Porque yo tenía la sensación de conocer bien a este tipo valiente y desabrido,
de pocas palabras en los medios de comunicación y de un caudal incalculable de
ellas por escrito. Enseguida he pensado que la suya era la muerte perfecta del
novelista: no se podía ir más allá después de levantar ese genial monumento a
la infamia de nuestra sociedad que es En
la orilla. Me he enterado después de que ha llegado a entregar una última
novela, titulada París-Austerlitz,
que se publicará el año próximo. El maestro nos ha legado un epílogo. Novelista
hasta el final.
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