PROHIBIDA LA FELICIDAD
Permitidme que plantee un cuento al estilo tradicional. Algo así como: «Érase una vez un reino en el que habitaba gente feliz y gente desgraciada, como suele suceder en todos los lugares del mundo. También se producía el hecho de que la misma persona fuera feliz unos días y desgraciada otros. Pero había un solo habitante de ese reino que había sido desgraciado todos y cada uno de los instantes de su vida. Dicho habitante era el rey, que sentía envidia de la felicidad que hasta el último de sus súbditos era capaz de alcanzar en algún momento. Así que, como tenía poder para hacerlo, decidió prohibir la felicidad en los confines de su reino. Para conseguir lo cual, claro está, tuvo que prohibir unas cuantas cosas. Y lo primero que prohibió aquel monarca perpetuamente desdichado fue…»
Aquí cada uno puede continuar el relato como se le antoje. Sería bonito, de hecho, saber con qué elementos compondría cada cual su lista: saldría un hermoso repertorio de cuentos distintos. A mí se me ocurren unas cuantas actividades que quedarían prohibidas de inmediato: leer, conversar con los amigos, viajar, tener mascotas, cantar, ir al cine, cuidar de las plantas, ver pintura, contemplar el mar y las estrellas, imaginar. Y una que no he incluido a propósito y que sería de las primeras que se me vendría a la cabeza: sin duda, el rey amargado de mi cuento prohibiría a sus súbditos bailar.
Esta es la premisa de la que parte una película que no se sitúa, por desgracia, en el terreno de la fantasía, sino en el de la más estricta realidad. El bailarín del desierto es una producción británica que recrea la vida de Afshin Ghaffarian, un joven iraní que, en la época de las turbulentas elecciones presidenciales de 2009, crea junto con varios compañeros universitarios de inclinaciones artísticas una compañía de danza que funciona en la clandestinidad. Estos jóvenes entusiastas solo cuentan en su empeño con un sótano destartalado como local de ensayo y con el asesoramiento de la hija de una antigua gloria del ballet nacional. En su contra tienen las estrictas normas que rigen el país y la amenaza de los esbirros que despliegan una brutalidad sin límites para reprimir todo intento de rebelión. Y la raíz de todo es una increíble premisa más propia de un cuento de hadas que de un estado real: la terminante prohibición de bailar.
El bailarín del desierto muestra el periplo de este singular grupo de creativos estudiantes, sus esfuerzos, su aprendizaje, sus miedos y vacilaciones, y finalmente su decisión de bailar al aire libre y frente al público en el único lugar libre de prohibiciones que está a su alcance: el desierto. Es fácil para el espectador sentir simpatía y temer por el futuro de estos universitarios que aman esas terribles armas contra la intolerancia que son la pintura, el teatro, la danza. Esta última se convierte en un símbolo de la posibilidad de expresarse, de salirse del carril establecido, de disponer del propio cuerpo, de mostrarse sin tapujos, de comunicarse con los demás. Todo ello inviable en un régimen que lo mismo amaña elecciones que golpea brutalmente a manifestantes o persigue con armas a unos jóvenes que danzan sobre las dunas. ¿Un país en el que está prohibida la danza…? Para mí, sin duda, el reino de la infelicidad.
Prohibiría (como está prohibido ahora) amar. O sea, lo gestionaría él (como sigue haciéndose ahora con cada niño que viene por aquí).
ResponderEliminarLo primero que me salió responder cuando leí tu comentario es que el rey de mi cuento jamás podría prohibir algo que se alberga en nuestro interior. Luego lo he vuelto a pensar y he comprendido hasta qué punto el amor nos viene envuelto en cortapisas: a quién es lícito amar y a quién no, qué pasiones están admitidas y cuáles hay que ocultar celosamente, en ocasiones incluso a uno mismo. Empiezo a pensar que ese rey amargado que prohíbe todo lo hermoso no es tan imaginario como yo creía.
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