NI CON NIÑOS, NI CON ANIMALES...
Es
fama que Alfred Hitchcock, cuando terminó de rodar La posada de Jamaica, manifestó que era mejor no trabajar ni con
niños, ni con animales, ni con Charles Laughton. La frase, que era
originalmente un comentario ácido sobre las dificultades que había encontrado
para dirigir al actor en la mencionada película, se ha utilizado con
posterioridad para aludir a los peores compañeros de reparto posibles, aquellos
que sin duda se llevarán la atención de los espectadores y robarán el
protagonismo a los otros miembros del reparto. Porque, ¿quién va a mirarle a
uno si tiene al lado a un monstruo de la escena como Laughton… o, en su
defecto, a un encantador niño o una entrañable mascota?
En
2011, el Óscar a la mejor película fue a parar a una cinta francesa atípica,
rodada en blanco y negro, que evocaba los gloriosos tiempos del cine mudo de la
forma más ajustada posible, es decir, sin utilizar una sola palabra. La vi al
poco de su estreno y la recuerdo como una historia emotiva, rodada con ingenio
y elegancia, con una preciosa fotografía y unas interpretaciones eficaces. Y,
por encima de todo, recuerdo al perro: un pequeño terrier de rostro expresivo
que secundaba al actor principal en todo momento y que protagonizaba algunas de
las escenas más intensas, como aquella en que frustra el intento de suicidio de
su amo. Es, sin duda, lo primero que se me viene a la cabeza al evocar la
película. Al final, voy a darle la razón al gran Hitchcock, o al menos a las
reinterpretaciones que se han hecho de su célebre frase. Actuar junto a un
perro no es buen asunto. Siempre conseguirá robarte el plano.
Esta
mañana he leído en el periódico la noticia de la muerte de Uggie, el intérprete
canino que encarnó con tanta solvencia al compañero inseparable de la estrella
de cine mudo protagonista de The artist.
Tenía trece años, lo cual es una edad respetable para su especie, y ha tenido
que ser sacrificado como consecuencia de un cáncer. Leyendo las desoladas
declaraciones de su adiestrador, no he podido evitar ponerme melancólica. Por
lo que he podido ver en las redes sociales, no he sido la única. Supongo que a
los que han pensado que era una noticia triste les habrá pasado como a mí: se
habrán acordado de otros animales más cercanos que salieron de sus vidas en un
momento que siempre parece prematuro. Estas criaturas maravillosas son la
máxima expresión del desequilibrio cruel al que estamos sometidos los humanos:
poner grandes sentimientos en lo que está destinado a desaparecer. La ternura,
la lealtad y la camaradería, condenadas a caer en el vacío cuando su
destinatario nos abandona. Y estos pequeños compañeros, salvo trágicas
excepciones, salen de escena siempre antes que nosotros. Nos dejan
conmocionados y extrañamente vacíos. No queda otra solución que buscarles
sustitutos. Es, al menos, una de las constantes de mi vida. No sé si seguiría
el consejo del maestro del cine de no trabajar con animales. Lo que tengo claro
es que me resulta imposible vivir sin ellos.
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