UN LAUREL QUE LLORA
En
mi opinión, los lugares más mágicos del planeta son los bosques. Son, al menos,
los espacios en que mi radical escepticismo en materia religiosa y espiritual se
queda en suspenso y tengo la sensación de que fuerzas y presencias cuya índole
no consigo calibrar me rodean por doquier. Otros entornos naturales ejercen
sobre mí un efecto poderoso: el mar, el cielo estrellado, las montañas me hacen
reflexionar, me empequeñecen, me tranquilizan a fuerza de hacerme sentir mi
propia insignificancia. Los bosques no. Cuando entro en un bosque, tengo la
impresión de estar ingresando en un espacio aparte, de estarme conectando a una
parte de mí misma que apenas conozco.
Escribo
lo anterior porque acabo de regresar de un viaje a La Palma, isla bendecida con
el don del agua y, en consecuencia, cubierta por un extraordinario manto
vegetal. Los bosques de La Palma son una tentación para los pies del caminante
y un acicate para la imaginación. No pretendo escribir una entrada rigurosa
sobre semejante belleza natural, dado que me falta la formación para hacerlo;
contaré solamente una pequeña anécdota que me sucedió en uno de mis paseos y
que ilustra la atracción que ejerce sobre mí este tipo de paisaje.
Lo
que voy a relatar me ocurrió paseando por La Zarza, un yacimiento arqueológico situado
en la zona norte de la isla que contiene muestras de grabados rupestres
realizados por los primitivos pobladores de esta. Y lo que es más atractivo: el
itinerario para contemplar dichos restos discurre a través de un hermoso bosque
de laurisilva. El visitante debe seguir un sendero flanqueado por rocas que le
proporciona al trayecto un indudable ambiente de cuento de hadas; a nada que
uno tenga lecturas acumuladas y algo de imaginación, puede sentirse
sucesivamente niño perdido en el bosque y caballero andante y reina de las hadas y druida a la
búsqueda de hierbas mágicas. Las fotografías que acompañan esta entrada las
tomé en un vano intento por atrapar lo que es inaprensible.
Durante mi visita tuve la suerte de no coincidir con ningún grupo de turistas; no había, pues, ninguna presencia humana que turbase la paz de aquel paraje ni quebrase su hechizo. Había iniciado apenas el recorrido cuando un curioso ruido llamó mi atención. Me pareció que se trataba de un gemido, y me esforcé en buscar entre la espesura al ser vivo que lo causaba. Como el sonido venía de lo alto, deduje que el causante era algún pájaro; justamente el día anterior había oído a uno de especie para mí desconocida que emitía un canto similar a la queja de un gato pequeño. Pero por más que miré, no encontré habitante alguno entre las ramas de los laureles que se erguían a un lado del camino.
Durante mi visita tuve la suerte de no coincidir con ningún grupo de turistas; no había, pues, ninguna presencia humana que turbase la paz de aquel paraje ni quebrase su hechizo. Había iniciado apenas el recorrido cuando un curioso ruido llamó mi atención. Me pareció que se trataba de un gemido, y me esforcé en buscar entre la espesura al ser vivo que lo causaba. Como el sonido venía de lo alto, deduje que el causante era algún pájaro; justamente el día anterior había oído a uno de especie para mí desconocida que emitía un canto similar a la queja de un gato pequeño. Pero por más que miré, no encontré habitante alguno entre las ramas de los laureles que se erguían a un lado del camino.
Continué
mi visita sin darle mayor importancia; me entretuve buscando en las paredes
rocosas los petroglifos en los que los primitivos palmeros habían inmortalizado
su necesidad de agua o su adoración a los cuerpos celestes. No volví a pensar
en el ruido que me había intrigado hasta que volví a oírlo al pasar por el
mismo recodo, esta vez en dirección a la salida. Un gemido, un sollozo casi,
venido de lo alto. Me detuve de nuevo, miré hacia arriba. Entonces lo vi. El tronco de uno de los laureles que flanqueaba el sendero se agitaba suavemente y
producía un ruido constante y lastimoso. Se movía a un lado y a otro, como un
péndulo, llevado por una corriente de aire inexistente. Digo esto porque
ninguno de los troncos vecinos se movía un ápice; había una total calma en el
bosque aquella tarde, un silencio interrumpido solo por ese gemido que parecía
salido de una garganta humana. Pensé: el laurel está llorando. Y me acordé
entonces de que, en aquel bosque vacío de presencias humanas y animales, el
único ser vivo que se había cruzado en mi camino había sido un lagarto, justo
en ese punto del camino.
En efecto, sentir el bosque como una parte de uno mismo, rodearse de algo mágico y desaparecer en algo mayor, es para mí una experiencia espiritual
ResponderEliminarAlgo que, sin pensarlo, nos coloca en otrs perspectiva donde se hace pequeño todo lo que antes parecía importante
Como ya te he comentado muchas veces (y explico en esta entrada), ese efecto de empequeñecer y relativizar los problemas me lo produce la contemplación del mar y de los cielos estrellados. El bosque es otra cosa para mí: entrar en él supone ingresar en un ámbito donde se suspenden las reglas de la vida cotidiana, donde me permito a mí misma oír y ver cosas que no tienen explicación racional. Donde hay inesperadas corrientes de viento, donde suenan voces que no parecen humanas pero tampoco animales. Donde las plantas se mueven por cuenta propia, en un estadio de animación que supera al vegetal. Recuerdo una ocasión en que una rama, creo que de un rosal silvestre, se disparó hacia mí, para golpearme como un látigo, cuando intentaba salirme de un sendero. El bosque es el lugar del planeta donde mi imaginación campa más a sus anchas. Quizá sea el sitio en que soy realmente yo.
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