LOS CUADROS DE JUNIO (2015)

La artista alemana Anja Millen es la creadora de un universo oscuro y perturbador al que ha dado forma primero a través de la pintura y más adelante por medio de la fotografía y la manipulación digital de la imagen. Sea cual sea la técnica empleada, el resultado es una obra llamativa e inquietante, que se adentra en el terreno de la pesadilla y nos conecta con nuestros miedos y deseos más ocultos. El título del cuadro que traigo hoy aquí se inscribe en la más pura tradición clásica: Vanitas. La poderosa personalidad de Millen realiza una reinterpretación del tema tradicional de la futilidad de lo humano, que no está representado aquí, como es habitual, por medio de un repertorio de objetos simbólicos, sino por una figura humana de extraordinaria expresividad. Esta mujer que se encoge sobre sí misma en un gesto teatral parece literalmente estarse deshaciendo delante de nosotros. Todo en ella nos habla de decadencia: su espalda descarnada, su vestido ajado, las hojas muertas que caen sobre ella. La elección de los colores dota al conjunto de una extraordinaria fuerza visual; en medio del sombrío panorama creado por medio de tonos grises y pardos, destaca como un puñetazo el rojo del pelo y de las hojas que revolotean, últimos signos de vida de un mundo que se desmorona.

El atractivo de las naturalezas muertas depende en gran medida del encanto que tengan para nosotros los objetos en ellas representados. Creo que no es necesario explicar por qué este Bodegón con libros del pintor holandés Gerrit Van Vucht (1610-1697) suscita toda mi simpatía. La lectura, acompañada por la música, es el elemento primordial en este lienzo en el que el pintor no puede evitar la tentación de añadir objetos de cristal, tan propicios a la demostración de la pericia técnica. A mí me encanta este cuadro por la desordenada disposición de los libros, signo evidente de que estos son sacados una y otra vez de su puesto. Estos volúmenes que se inclinan, se amontonan y se entreabren para mostrarnos sus páginas combadas por el uso, dan una extraordinaria sensación de vida. Uno de ellos tiene el lomo y la cubierta deteriorados; no ha podido soportar, sin duda, el ajetreo al que lo ha sometido su dueño. El humano poseedor de estos objetos está presente detrás del desorden de esta mesa: nos lo imaginamos atareado, abstraído, en plena inspiración, lo mismo pulsando las cuerdas del violín que buscando un dato en sus viejos volúmenes, arrugando la tela que cubre el tablero en una multitud de pliegues que son un mapa de su actividad mental. Y todo este caos, milagros de la pintura, lo unifica Van Vucht con una armónica gama de colores dorados, ocres, tejas, que recogen esa agradable sensación de paz que nos transmiten los objetos cotidianos más queridos.

La primera vez que vi este cuadro, lo encuadré apresuradamente entre los retratos realizados por el pintor flamenco Van Dyck en la corte inglesa. Posee, bien es verdad, la elegancia de las obras de tan extraordinario retratista, pero una mirada más atenta al brillante colorido de la vestimenta y al delicado tratamiento del cutis del modelo me habrían remitido a otro siglo y otro artista. El joven azul es obra del británico Thomas Gainsborough, quien lo pintó en 1770, más de cien años después de la muerte del gran Van Dyck, al que sin duda tiene como referente. Es, desde luego, un portentoso ejercicio de retrato: este muchacho de piel de porcelana posa con la distinción natural del que está acostumbrado a hacerlo desde la cuna. No hay nada forzado en su postura, ni ostentación en la forma en que luce frente a nosotros las que probablemente son las mejores vestimentas de su guardarropa. Uno puede dedicar largos minutos a observar su rostro, en el que afloran una sonrisa que no llega a serlo del todo, una mirada que se clava en nosotros y parece tener mucho que transmitir. Este interesante personaje, que resulta ser mucho más que un simple muchachito a la moda, está encuadrado además en un paisaje tormentoso, coronado por unas nubes pintadas con pinceladas briosas e inconexas. A mí me da la impresión de que a sus espaldas está a punto de desatarse ese Romanticismo que estaba ya en el ambiente cuando Gainsborough pintó este cuadro, y que azotaría con ímpetu el equilibrio y la racionalidad de ese siglo XVIII galante que se encarna a la perfección en la refinada pose de nuestro joven desconocido.

Admiro la habilidad de ciertos pintores para plasmar en sus obras al ser humano no tanto en sus detalles anatómicos como en su expresividad. Ser capaz de observar gestos y actitudes y de llevarlos al lienzo dotándolos de naturalidad me parece una de las más altas cualidades de un artista; es, además, una capacidad para mí un tanto misteriosa, porque no está ligada del todo a la pericia técnica, y tiene conexiones con esa misma sabiduría que lleva a ciertos novelistas a crear personajes llenos de vida. Es, en cierta medida, un punto en el que los oficios de pintor y de narrador confluyen. Este cuadro titulado La hermana pequeña, salido de los pinceles de la estadounidense Elizabeth Nourse (1859-1938), es un perfecto ejemplo de lo que acabo de explicar. Podría tratarse de uno más de los incontables retratos infantiles que se nutren del encanto de sus modelos y aspiran a despertar la ternura del que los contempla, pero la finura en la captación de las actitudes de las dos jóvenes protagonistas le proporciona un atractivo especial. Por lo que he podido averiguar de ella, Nourse era una pintora especialmente dotada en este sentido: sus obras, por otro lado muy convencionales en cuanto a temática, producen una sorprendente impresión de vida. A mí me parece insuperable el gesto mimoso de la pequeña que se cobija en el regazo de su hermana mayor, así como la mirada entre protectora y condescendiente que esta le dirige. Podemos imaginar una escena inmediatamente anterior que cada uno adornará a su manera: una regañina, un contratiempo, una rabieta que hacen que la niña busque refugio con expresión cansada en unos brazos cariñosos. Sin duda esa escena imaginada se parecerá a la experiencia de cada cual, tan viva en su recuerdo como vivos están desde hace un siglo estos dos personajes pintados.   

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