LECTURAS COMPULSIVAS
Supongo
que es lo que les ocurre a los compradores compulsivos. Me figuro que hay mucha
literatura ―y mucho cine― en torno a dicha adicción, pero no puedo evitar
imaginarme a los afectados por ella experimentando un hormigueo en el estómago
ante la cercanía de una zona comercial, intentando huir sin conseguirlo y
lanzándose finalmente a una vorágine de etiquetas, perchas y probadores. A mí
me pasa con los libros.
Intento
mantenerme alejada de las bibliotecas públicas. No lo consigo. Con las
librerías he tenido más éxito: la falta de espacio donde acumular nuevos volúmenes
es un condicionante poderoso. Pero esos maravillosos lugares atiborrados de
estanterías entre las cuales uno puede perderse, husmear y elegir…, esos empleados
que reciben desde detrás de un mostrador los libros de nuestra elección y los
dejan generosamente en nuestro poder sin otra traba que una fecha de
devolución… Esos espacios ejercen sobre mí la misma poderosa atracción que,
imagino, posee un escaparate atiborrado de ofertas para el comprador enfermizo
al que me refería antes.
Ayer
fui a una biblioteca pública a devolver el libro de relatos de Alice Munro que
me ha acompañado en las últimas semanas. Se trata de una biblioteca a la que le
tengo especial cariño, porque está en el barrio de mis padres y empecé a
utilizarla hace muchos años en la sección infantil. Iba yo concienciada de la
necesidad de resistirme a cualquier tentación; he estado tan ocupada en este
final de curso que se me acumulan los libros pendientes, entre préstamos y
regalos, y lo último que deseo es aumentar esa lista de espera de lecturas.
Entré furtiva y veloz, decidida a hacer la gestión a la mayor velocidad posible
y salir con las manos vacías. Fue inútil. Apenas avisté la larga ristra de
estanterías atestadas de volúmenes, sonó una vocecita en mi interior: «¿Y si ahora que estoy libre leo algo más de Modiano, que tanto me
gusta…?» Mis piernas se
dirigieron sin consultarme hacia la sección de narrativa y empecé a recorrer
con la vista los tejuelos ordenados alfabéticamente: MO, MOA, MOC, MOD. Ahí
estaban: varias novelas de Modiano disponibles; imposible ya evitar la
tentación. En esto, mientras hojeaba la sinopsis de la contraportada de una de ellas,
un libro situado algo más hacia la izquierda empezó a hacerme guiños desde el
estante. Dejé a Modiano y extraje el volumen que de esa manera llamaba mi
atención. Se trataba de Cambios de Mo
Yan, el escritor chino, reciente premio Nobel, que tanto me ha recomendado una
buena lectora de cuyo criterio me fío mucho.
Para abreviar, diré que me dirigí finalmente al
mostrador con dos libros de Modiano (uno de ellos una trilogía) y otro de Mo Yan, rumiando mi descontento
por mi frágil voluntad, que hacía aumentar de semejante forma mi lista de
lecturas pendientes. En un último intento por contrarrestar mi irrefrenable
impulso de acumular volúmenes sobre la mesilla de noche, le pregunté al
bibliotecario si se podían sacar en préstamo tres libros. Tenía, supongo, la
esperanza de que alguna norma ignorada por mí me lo impidiese. El hombre me
miró con esa languidez que con frecuencia se apodera de los que trabajan en
lugares tranquilos (no conozco a ningún profesor de enseñanza media que la
posea). «Se pueden sacar seis», me
contestó.
Salí huyendo. Gracias a ese supremo acto de
voluntad final, no ha aumentado el número de libros que esperan a ser leídos
por mí, y que de momento está compuesto por un libro de relatos de Eloy Tizón, Araceli de Elsa Morante, Las luminarias de Eleanor Catton, Trilogía de la ocupación y La hierba de las noches de Patrick
Modiano y Cambios de Mo Yan. Casi me
da miedo asomarme a mi propia biblioteca, por si me estoy olvidando de alguno.
Menos mal que tengo vacaciones. En cualquier caso,
prometo no ceder en una buena temporada al canto de sirena de la biblioteca
pública de mi barrio.
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