LOS CUADROS DE MAYO (2015)
El
australiano Troy Ruffels (nacido en 1972) es un artista de difícil
clasificación; en su obra utiliza diversos medios gráficos, incluida la
fotografía, para crear imágenes que oscilan entre la minuciosa reproducción de
la realidad y la creación de un mundo aparte. La primera vez que vi la que
precede a estas líneas, que responde al título de Bramble (zarza), pensé que, en caso de encontrarme frente a ella en
una sala de exposiciones, me vería en un serio aprieto con el vigilante, dado
el irrefrenable impulso de tocar su superficie que despertaba en mí. Es como si
la mirada no bastara en este caso para captar el mensaje transmitido por el
autor, como si hubiera que corroborar la impresión inicial de dureza con la
intervención del tacto. Esta obra de Ruffels está articulada sobre un violento
contraste: el que se establece entre la zarza y el horizonte, lo cercano y lo
inalcanzable, lo áspero y enredado frente a lo suave y volátil. O entrando en
un terreno metafórico, lo laberíntico frente al espacio abierto, el encierro
frente a la libertad. Hay algo en este
apretado nudo vegetal del primer término que lo asemeja en un primer vistazo a
una alambrada; atrapados tras ella, solo podemos alzar los ojos hacia el cielo
surcado de nubes, del que parece aislarnos para siempre la maraña oscura y
amenazadora de nuestro cautiverio.
Hace
un par de días, escuché por la radio la noticia de que el cuadro de Sorolla Las tres hermanas en la playa iba a ser
subastado en breve por la casa Christie’s partiendo de un precio millonario. De
inmediato, acudió a mi memoria la impresión de una luz cegadora: fue la que me
causó la contemplación de dicho cuadro cuando tuve oportunidad de verlo en una
reciente exposición monográfica sobre su autor celebrada en Madrid. Para
consuelo de los que carecemos de cuentas corrientes tan exuberantes, traigo hoy
a esta sección este cuadro luminoso donde los haya, si bien no existe
reproducción alguna que pueda hacerle justicia al maravilloso juego de reflejos
del lienzo original. El encuadre espontáneo y aparentemente descuidado que
trunca una de las figuras infantiles, o más bien crea la sensación de que está
a punto de entrar de un salto en nuestro campo de visión, dota de
extraordinaria espontaneidad a esta escena playera y familiar. La alta línea
del horizonte escamotea a nuestra mirada todo lo que no sea mar: solo quedan
frente a nuestros ojos las olas, la arena mojada y el brillo del agua bajo la
luz cegadora del Mediterráneo. La paleta del pintor se reduce al rosa, el
blanco y el azul, colores de la infancia y del verano. Por lo visto ―o así lo
juzga Christie’s― existe una cifra capaz de tasar este mágico juego de luces.
Las personas comunes nos conformaremos con mirar sus reproducciones en los
libros y en la web, o tal vez con evocar, como es mi caso, la impresión
rutilante que nos produjo cuando lo contemplamos en vivo por primera y única
vez.
Tenía
ganas de volver a la pintura clásica y lo hago de la mano del pintor italiano
Carlo Dolci (1616-1686) y este Ángel de la
Anunciación. Dolci es un artista que gozó de enorme prestigio en su época y
en los siglos siguientes por su visión suave y académica de los temas
religiosos. Es cierto que con cierta frecuencia cayó en una estética fácil y
edulcorada, pero también que, cuando supo mantenerse dentro de los límites de
la contención, creó obras de una belleza emocionante como esta que traigo hoy
aquí. Es difícil, en mi opinión, hacer surgir del lienzo un rostro más hermoso:
la finura de los rasgos y la delicadeza del gesto componen una imagen de la que
cuesta apartar la mirada. Dolci es, además, un artista de técnica depurada,
como demuestran el primoroso trazado de los rizos, el juego de luces y sombras
del cuello, el tratamiento de las telas. Y qué decir de las manos, al mismo
tiempo ideales y de un increíble realismo. Soy, lo confieso, una ávida
coleccionista de ángeles. Este encanto adolescente de sonrisa ensimismada y
sexo indeterminado está entre mis favoritos. Es de una belleza sobrenatural
pero los colores oscuros y el peso de sus vestimentas le dan una cualidad
corpórea; es divino y humano, inalcanzable y tangible a la vez. Dolci elige
retratarlo con la mirada clavada en el suelo y no es extraño: esta criatura
venida de una realidad superior está fuertemente conectada con el mundo que
habitamos los que tenemos la suerte de contemplarlo.
Sensual,
fetichista, obsesivo, detallista hasta lo enfermizo: el pintor canadiense Paul
Kelley es un constante recreador de universos poblados exclusivamente por
mujeres bellas que posan para solaz del artista. No es en principio un tipo de
pintura que me atraiga; es más, he de confesar que con frecuencia me molesta la
complacencia de este autor en las poses provocativas de sus modelos. Y sin
embargo, como pequeños oasis en su obra, surgen cuadros como este, titulado Contra una pared en ruinas, en el que el
abandono en la actitud de la protagonista dota a la escena de una melancolía
que prende mi atención. El poderoso contraste entre la exultante belleza de la
joven y el deterioro del marco que la rodea marca la diferencia con otras obras
del mismo autor. La sensualidad de la indumentaria, la cazadora que se desliza
para dejar el hombro al aire, las medias negras y los zapatos de tacón cobran
un significado distinto al unirse a una pose que nos habla más de abatimiento
que de afán de seducir. Esta modelo que no clava la mirada en nosotros y cuyo
rostro se oculta tras la melena nos parece cansada de ejercer de foco de
atracción: hay algo en su interior que se está desmoronando, igual que el muro
contra el cual se apoya y que sirve de telón de fondo a su desánimo.
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