EL LATIDO DEL BLOG
Tengo
un amigo al que veo muy de vez en cuando que bromea diciendo que, cuando quiere
saber que estoy bien, se asoma a este blog y comprueba que se ha renovado
alguna de sus secciones. Si ve que hay material nuevo, variaciones con respecto
a la última vez, se queda tranquilo. Mientras haya vida en el blog, no hay que
preocuparse, es su conclusión. Supongo que, si ese amigo se ha acercado a este
espacio durante el último mes, habrá encontrado un único rastro de
actividad en la sección de El cuadro de
la semana. Ha sido el leve latir que ha conservado este blog, aunque muy
tenuemente, con vida.
Los
que saben a qué me dedico ―y más si comparten o han compartido mi profesión― no
se extrañarán al ver que mi ritmo de escritura se ralentiza coincidiendo con
los finales de trimestre. Este ha sido, lo confieso, especialmente agotador. No
voy a exponer aquí las razones que me impulsan a acumular ocupaciones en una
jornada que, por más que me empeñe, no va a exceder jamás las veinticuatro
horas; eso daría materia sobrada para otra entrada, y probablemente la dé en un
futuro no lejano. Lo que sí diré es que el abandono casi total en el que he
tenido este espacio durante casi un mes me ha pesado mucho más que
todas las otras actividades a las que he tenido que renunciar por falta de
tiempo. En mi conciencia, visualizaba este blog como una de esas princesas
dormidas del imaginario colectivo, reducida a una existencia vegetal por un
poderoso hechizo, separada solo de la muerte por el leve latido de su corazón.
Ese latido ha adoptado, en este blog, la forma del cuadro que he conseguido a
duras penas renovar cada semana.
Tengo
la superstición de que, si abandono mi costumbre semanal de elegir y comentar
un cuadro, algo terrible sucederá. No se me alcanza qué ni a quién, pero la
idea me produce una incomodidad tan gratuita como insoportable. ¿Tengo mil
ocupaciones, me voy de viaje, mi cabeza está perdida para la causa intelectual,
me cuesta hilar un discurso con un mínimo de coherencia…? No importa: hay que
buscar un cuadro, pararse a observarlo, escribir sobre él. Llevo haciéndolo con
cierta regularidad (hay cuadros que se quedan más de la cuenta, otros son
sustituidos velozmente) desde enero de 2011. Cuatro cuadros al mes durante
cuatro años, cinco meses y dos semanas, lo que supone doscientos catorce hasta
el día de hoy. El primero fue la encantadora imagen de un ángel herido que el
simbolista Hugo Simberg plasmó en un lienzo en 1903 y que es probablemente la
pintura más popular de su país natal, Finlandia. Después de él, han desfilado
por esta sección obras de autores de variadas nacionalidades y épocas; algunos
me son muy queridos y otros los acababa de descubrir. Me quedan en el tintero
unos cuantos que me gustan tanto que me resulta imposible elegir una sola de
sus creaciones.
Hace
poco, un compañero de trabajo que es también un buen amigo me preguntó cómo era
posible que todas las semanas encontrara un cuadro que comentar. La respuesta
es muy simple: el mundo está lleno de arte. Al menos, el mundo que mis ojos
eligen ver. La pintura me rodea y me asalta; incluso cuando tengo la cabeza
embebida en otros asuntos bien distintos, me salen al encuentro las imágenes que
unas manos hábiles plasmaron sobre un lienzo, una tabla, una pared. Jamás me ha
sucedido encontrarme sin ideas. Los cuadros están en las cubiertas de los
libros, en los carteles que anuncian exposiciones por las calles, en las tramas
de películas y novelas, en los blogs que visito. La forma de selección más
divertida me la brindó mi gato cuando, hace unos meses, arrancó de un corcho de
la pared una postal que reproducía un paisaje de un pintor norteamericano y la
depositó mordisqueada delante de mi ordenador. Capté de inmediato la indirecta.
Estos
días atrás, mientras deambulaba atareada por los pasillos de mi instituto ―el
objeto que se necesita está siempre en la estancia más alejada o en el piso
contrario al que uno ocupa―, me vino a la cabeza la urgencia de seleccionar un
nuevo cuadro para mi sección semanal. Por efecto del cansancio, la tarea se me
antojó, de pronto, inabordable; me vi incapaz de encontrar un objeto adecuado
para mi comentario y, por unos segundos, la amenazadora sombra de una
catástrofe imprecisa se cernió sobre mí. Duró poco. No tuve más que mirar
alrededor y la idea vino a mi encuentro. Resulta que, por obra y gracia de esos
héroes armados de témperas y rotuladores que son los profesores de Plástica de
mi instituto, las paredes del edificio están totalmente decoradas con
reproducciones a gran escala de cuadros, coloreadas por nuestros chicos. Han estado
ahí, acompañándonos durante todo el curso: muchachas de Gauguin, paisajes de
Van Gogh, alucinadas visiones de Dalí, aldeanos de Brueghel, damas de
Ghirlandaio y de Alma Tadema, bailarinas de Toulouse-Lautrec. Realizadas
pacientemente, por medio de piezas que luego se unían para formar grandes
paneles que nos han escoltado a todos en nuestras rápidas carreras de clase en
clase. Hemos visto a los chicos salir en grupos del aula de Plástica llevando
su obra sobre las cabezas como orgullosos porteadores; los hemos visto
discutir mientras la pegaban en la
pared, peleándose con las a veces difíciles leyes de la perpendicularidad. Yo
se lo agradezco de corazón, a ellos y a sus profesores: cuánto mejor se da una
clase si, de camino, uno ha tenido la oportunidad de cruzar su mirada con la de
Mona Lisa.
Pero
volvamos a mi momento de vacío mental de hace un par de días. ¿Mi cerebro era
incapaz de producir sugerencia alguna para el cuadro de la siguiente semana?
Daba igual: mis abnegados compañeros vinieron en mi ayuda. Ahí estaba, expuesto
al lado mismo del aula de Plástica, el trabajo de nuestros alumnos que más me
llamó la atención desde un principio, tal vez porque no conocía el cuadro
original. Un muchacho elegante, vestido con un traje azul que resplandece sobre
un fondo tormentoso. Una obra delicada, de extraordinaria finura, con un sello
indudablemente británico. La primera vez que la vi la atribuí sin demasiada
reflexión a la etapa inglesa de Van Dyck; no había vuelto a pensar en el tema.
Pero de repente, hace dos días, me pareció que el joven caballero me llamaba.
Me acerqué y descubrí que la meticulosa mano de uno de mis compañeros había
colocado un cartel informativo junto a la obra: El joven azul de Thomas Gainsborough. Ahí estaba, mi cuadro para
comentar esa semana en que mi capacidad había tocado fondo. Lo había tenido,
en realidad, delante de los ojos durante meses. Y es que me ratifico en mi
opinión: la pintura está en todas partes. Solo hay que querer mirar.
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