ADIÓS AL JILGUERO
Termino
de leer la novela de Donna Tartt en la que ―no podía ser de otro modo, con las
apreturas horarias de esta época del año― he estado inmersa durante mucho más
tiempo de lo esperable y lo primero que me asalta es un sentimiento de
orfandad. Supongo que es lo que tienen las obras muy largas y absorbentes.
Llevo cosa de mes y medio buscando un hueco en mis obligaciones diarias para
compartir los sinsabores del joven Theodore Decker, su abandono infantil, sus
amistades peculiares y en algún caso peligrosas, su amor no correspondido, su
pasión por los objetos bellos, su dificultad para simplemente vivir. La
superficie en blanco que me asaltó al pasar la última página del libro el
pasado jueves me indica que ya no habrá más horas con Theo. Lo conocí con trece
años, lo abandono a los veintitantos. Ya no sabré más de los quiebros de su
existencia llena de vaivenes. Los sucesivos obstáculos que se interpongan en su
camino, los solucionará ―o no― sin mi muda compañía.
Siento
al terminar El jilguero algo parecido
a lo que experimenté al llegar a la última línea de Grandes esperanzas de Dickens. Permanecer ajena a los futuros
avatares de la vida del joven Pip, al que tanto llegué a conocer, me produjo la
misma sensación de abandono incomprensible que verme ahora apartada del destino
de Theo Decker. No es casual la similitud de sensaciones frente a ambas
novelas, porque El jilguero es una
especie de Grandes esperanzas de los
tiempos modernos: su protagonista se ve también solo y tiene que depender de la
bondad de los que deciden acogerlo, ama también a quien no le corresponde y se
ve sometido a golpes de fortuna que modifican violentamente su rutina. Y ligada
a él está la presencia de un personaje marginal que aparece y desaparece de su
vida y lo arrastra hacia terrenos peligrosos. Hay incluso un indudable
paralelismo ambiental entre las partes finales de ambas novelas: el arriesgado
trayecto por el Támesis de los protagonistas de Dickens se transforma aquí en
un deambular por un Ámsterdam nocturno y espectral, un laberinto de canales
oscuros y amenazadores en el que parece imposible encontrar una salida. Por lo
demás, cuando los personajes de Donna Tartt se descarrían lo hacen jugueteando
con las drogas y el alcohol, y en los momentos de peligro tienen inquietantes
encuentros con mafiosos del Este pertrechados con armas de fuego. Es el signo
de los tiempos.
El jilguero es una novela que habla de muchas cosas. Y no solo
por su longitud considerable; no siempre la abundancia de páginas va unida a la
capacidad de sugerir. Las más de mil que componen la edición que he manejado me
han hecho reflexionar sobre la soledad, la dificultad de las relaciones
paterno-filiales, la angustia frente a la pérdida, la tristeza por lo
inalcanzable y la dificultad para encontrarle un sentido a la vida, pero
también sobre el asidero que proporcionan la amistad y la camaradería y, en
especial, sobre el poder redentor de los objetos bellos que recibimos de
generaciones pasadas y que pasan por nuestras manos como un puente hacia los
que vendrán después, y que son capaces de proporcionar un punto de solidez a
una vida sobre la que inevitablemente planea la sombra del infortunio. El
cuadro de Carel Fabritius que da título a la novela simboliza esta fuerza del
arte para oponerse a la infelicidad y a la muerte: a lo largo de su
adolescencia y su primera juventud, el protagonista encuentra en esa obra
menuda y extraordinaria un pilar firme al que agarrarse cuando todo se hunde
bajo sus pies.
Como
curiosa coincidencia, señalaré que el mundo civilizado temblaba por el destino
de la histórica ciudad de Palmira, en manos de esa horda de pesadilla que se
autobautiza como Estado Islámico, cuando yo llegué a este maravilloso párrafo final
de la novela de Donna Tartt: «Y sumo mi amor a la
historia de cuantos han amado los objetos hermosos y han velado por ellos, los
han librado de las llamas, los han buscado cuando estaban extraviados y han
procurado conservarlos y rescatarlos mientras pasaban literalmente de mano en
mano, cantando con alegría desde el naufragio del tiempo a la siguiente
generación de amantes, y a la siguiente». Es lo que tienen las
grandes obras literarias: siempre están de actualidad.
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