MATAR EL TIEMPO
Es
increíble el número de relojes que se llegan a almacenar en una casa. De pared,
de sobremesa, despertadores, de pulsera. Analógicos o digitales, prácticos y
sencillos o decorativos y de diseño caprichoso. Algunos exactos y puntuales,
otros perpetuamente atrasados, alguno muerto sin remisión y conservado por
tratarse de un recuerdo sentimental o de familia. Digo esto porque acabo de
repasarlos todos para adecuarlos al cambio horario fijado para esta madrugada:
el que hará que a las dos viajemos meteóricamente hasta la hora siguiente. El
que traerá consigo, a partir de mañana, atardeceres más tardíos y una indudable
sensación de que el verano se acerca, imparable. El que nos robará esta
madrugada sesenta minutos de descanso o de diversión; sesenta minutos, en
cualquier caso, de este singular veintinueve de marzo que va a tener solo
veintitrés horas.
Me
gusta este momento del año porque me hace sentir como un personaje de cuento.
Suelo tomarme con mucha antelación la tarea de adelantar mis relojes porque así me
voy aclimatando al nuevo horario y porque así puedo, también, dotar a esa labor
de cierta solemnidad. Me gusta recorrer la casa y tomarlos en mis manos con
calma, recordar cuánto tiempo llevan conmigo y quién me los regaló, de quién
los he heredado o dónde los adquirí, mientras hago avanzar sus minuteros en un
giro vertiginoso que reduce una hora a unos pocos segundos. Cuando termino,
siento como si hubiera lanzado un conjuro que tardará muy poco en surtir
efecto. Soy, ya lo he dicho antes, como un relojero de cuento: adelanto las
manecillas y el tiempo me obedece. La noche que se acerca perderá la hora que
le acabo de robar.
Siempre
he detestado la expresión “matar el tiempo”. Sé que el idioma inglés posee una
similar y supongo que habrá otras parecidas en diferentes lenguas, pero el caso
es que no la he usado en mi vida: la sola idea de asesinar ―aunque sea
lingüísticamente― el bien más preciado y escaso que poseemos me produce un
malestar enorme. Y, sin embargo, heme aquí, encantada de eliminar con un simple
giro de una rueda sesenta minutos de este día que se va a quedar
inevitablemente cojo. La niña que hay en mi interior se pregunta, crédula y
risueña, adónde irá esa hora que nos vamos a saltar todos al unísono. Esa niña
está muy contenta hoy. A partir de mañana, el sol se quedará con nosotros hasta
las ocho y media y ya estará en el ambiente el verano, con su aroma a
vacaciones. En honor a esa niña, esta hora es la única unidad de tiempo que
estoy dispuesta a matar.
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