LECTURAS DEL PASADO INVIERNO (2015)

Soy poco amiga de las obras literarias en las que el trasfondo histórico o político se impone con mucha fuerza, a menos que los hechos se narren a través de una experiencia profundamente individual. Un buen ejemplo de esto último es esta novela de Sofi Oksanen, directa y estremecedora como su conciso título. La acción de Purga recoge distintos hitos de la historia del siglo XX en Letonia, uno de esos territorios asolados por sucesivos huracanes políticos: la invasión alemana, el dominio soviético, la lucha por la independencia. La represión, la barbarie de los dominadores, el miedo de los dominados, las delaciones, el rencor y el abuso de la fuerza son el terrible panorama que sirve de telón de fondo a la acción. Pero nada tan oscuro y desesperanzador como el corazón de la protagonista, Aliide, a la que conocemos desde su adolescencia hasta la vejez, y cuyo sentimiento de envidia hacia su hermana mayor la arrastra hasta las simas más negras de la infamia. Purga es una novela brutal y que deja pocos resquicios para la esperanza, porque en ella no vemos al individuo enfrentado a la adversidad colectiva, sino que entendemos que los grandes conflictos que arrasan el mundo tienen una base mínima e imposible de erradicar, la inmensa capacidad para el mal que se alberga en el alma humana.

Un mediodía radiante en la Place Clichy. La reunión de dos amigos en un café, el vistoso desfile de un regimiento, un impulso incontenible de entusiasmo y fervor patrio… y ya tenemos al protagonista de este viaje nocturno alistado en el ejército y enfrentado al más inconcebible de los horrores. Louis-Ferdinand Céline procede a desmontar con mirada distanciada y pluma ágil cualquier posible interpretación de la guerra no ya como un hecho grandioso, sino tan siquiera comprensible. No hay valentía ni dignidad en los personajes que desfilan por ella como peones de una arbitraria voluntad superior: los mandos tiránicos y crueles, los soldados sometidos a la constante presión de esquivar el peligro y el protagonista, Ferdinand Bardamu, álter ego del autor, empeñado en la doble tarea de salir con vida de la pesadilla en la que se ha embarcado y de encontrar un sentido a tan monumental absurdo. La muerte puede venir de cualquier parte, no necesariamente de las balas del enemigo, y cuando se lleva al compañero no produce ni siquiera alivio, pues otra muerte igual de atroz está esperando en el siguiente recodo del camino. El lenguaje desgarrado de Céline, su mirada irreverente, su humor negro y provocador, crean un universo cerrado en el que el lector se deja atrapar, entre incómodo y subyugado. No cuesta imaginar el estupor de la sociedad francesa, que andaba aún restañándose las heridas de la Gran Guerra, cuando se publicó tan irrespetuosa revisión de las glorias de su historia cercana.

Cuando inicié la lectura, hará cosa de dos meses, de Viaje al fin de la noche de Louis-Ferdinand Céline, fui consciente de que era el peor momento posible para abordar una obra tan densa y compleja. No sólo era un problema de dimensiones (ronda las seiscientas páginas en la edición que he manejado); hay algo tremendamente incómodo para el lector en esta historia llena de quiebros, carente de estructura en el sentido convencional, a la que sólo presta una sensación de unidad el hecho de que cada nueva anécdota que sucede en la vida del protagonista es un escalón de bajada más hacia las simas de la desesperanza. Su lectura me ha coincidido con una época de especial actividad y por eso se ha prolongado tanto; he tenido que alternarla, además, con la de otros libros a los que he dedicado mi tiempo por motivos profesionales. Sin embargo, ahora que acabo de llegar a su última línea con una sensación parecida a la del náufrago que alcanza por fin la costa, hago balance y no me parecen del todo desafortunadas las circunstancias que han convertido en azarosa la lectura de este clásico inquietante y rompedor. La voz de Céline ―bronca, desvergonzada, directa, pero atravesada de tanto en tanto por destellos de un lirismo estremecedor― me ha acompañado durante dos meses como un fondo continuo que me recordaba el absurdo de la vida, la terrible e insoluble condición del ser humano. Es una novela que yo no recomendaría a cualquier lector: su lenguaje duro y con frecuencia soez, su confección a brochazos, su falta de implicación sentimental y su frecuente deriva hacia lo esperpéntico no la convierten en plato de gusto para la mayoría de los paladares. Y sin embargo, sé que su huella me va a acompañar probablemente para siempre. Ha sido un largo viaje de dos meses en compañía de este escritor nada complaciente en las letras y en la vida que me ha enseñado ―creo que como nadie hasta ahora― el sinsentido de la existencia; cómo, según sus propias palabras, «así gira el mundo a través de la noche amenazadora y silenciosa».

Este libro de poemas de Sonia San Román plantea su doble dimensión ya en la misma cubierta: el título de alcance cósmico contrasta con la imagen de unas huellas dactilares que nos remiten a unos anillos mucho más cercanos que los del astro y por tanto a lo más personal e intransferible que hay en todos nosotros. Así son los versos de esta joven autora, que oscila entre los grandes problemas generales y los temas intimistas en los cuales, maravillas de la poesía, cualquiera puede verse reflejado. La angustia de vivir, el peso de las anteriores generaciones, la preocupación por España, pero también la alegría de la cotidianeidad, el amor de los más cercanos y, por encima de todo, la mágica presencia de un niño que con su llegada al mundo lo ilumina todo. Sonia San Román es una autora clara y expresiva, que pretende comunicar con el lector y lo consigue, sin grandes alardes verbales ni juegos de ocultación. Avanzar por sus páginas es revivir con ella una experiencia vital llena de matices. No me resisto a reproducir aquí las palabras iniciales del hermoso prólogo escrito por Carmen Beltrán: «Para Sonia siempre que llueve llueve dos veces. Lo mismo cuando hace sol y se refleja en los charcos y en el barro que se forma en las cuestas del pueblo de sus abuelos. Todo sucede dos veces. Dos veces mira a su pequeño cachorrillo cada vez que lo mira. No es que lo mire una vez y luego otra, no: cada vez que lo mira lo hace dos veces a un tiempo. Y dos veces lo besa con cada beso. También le rompen dos veces el corazón cada vez que se lo rompen y también lo estrena dos veces de golpe cuando toca. Dos veces duele el dolor y doblemente se ama y así hasta el infinito. Eso le sucede porque es poeta».

Es invierno y las calles de Dublín están cubiertas por una espesa niebla. Por ellas deambulan el forense Quirke, recién reintegrado a su rutina tras un tiempo en una clínica de desintoxicación, y su hija Phoebe, profundamente afectada por la desaparición de su amiga April. La niebla que convierte su periplo en un deambular por una ciudad fantasmagórica no es un simple recurso para crear un ambiente efectista; esa imposibilidad de ver lo que se tiene delante es una trasposición al mundo físico de la opacidad que envuelve la vida de los protagonistas de esta historia en la que nada es lo que parece: las relaciones paterno-filiales, el amor entre hermanos, la lealtad de los amigos. Como es habitual en las novelas de Benjamin Black, el género negro se convierte en un oportuno instrumento para diseccionar la complejidad de las relaciones humanas. En busca de April realiza dicho análisis de forma demorada, por medio de una estructura sustentada en sucesivos encuentros de personajes que, generalmente por parejas, confrontan sus puntos de vista e intentan buscar una solución al enigma que se les plantea. Cuando ya el lector se ha acostumbrado a ese ritmo apacible y reflexivo, llega el mazazo final del sorprendente desenlace: el lector se da entonces de bruces con un panorama que no esperaba, mucho más crudo y brutal, de contornos nítidos y afilados, como si de repente se hubiera despejado la niebla.

Me entero, cuando estoy enfilando ya la última parte de esta novela negra de título contundente y amenazador, de que Donato Carrisi, su autor, es un experto en criminología. Debería haberlo supuesto: la trama está sembrada de detalles sobre la personalidad de los asesinos múltiples y la manera de trabajar de los que dedican sus esfuerzos a detenerlos, como es el caso del protagonista, el también criminólogo Goran Davila. Lobos es una novela de investigación policiaca en el sentido más estricto de la palabra; a pesar de su extensión más que respetable, no hay cabida en sus páginas más que para los terribles asesinatos que desencadenan la trama y para los movimientos de avance del equipo de profesionales que los investiga, en una terrible partida de ajedrez entablada con un cerebro enfermo que maneja los hilos desde la sombra. No hay esa profundización en la psicología de los personajes ni en el entorno social que con tanta frecuencia nos regalan las obras de este género; de hecho, sorprende la total desubicación espacial de la historia, producida por la falta de mención a lugares concretos e incluso por las múltiples resonancias que despiertan en el lector los nombres de los personajes, en una curiosa mezcla de nombres anglosajones, hispanos y de la Europa del Este. Esta falta de concreción le sirve a Carrisi para reflexionar sobre el más terrible y universal de los temas: la presencia del mal en el mundo, su enfrentamiento al bien y la perturbadora manera en que, en ocasiones, uno y otro se entremezclan.
Esta novela de la mexicana Guadalupe Nettel habla, entre otras muchas cosas, del amor, de las expectativas que despierta en nosotros el ser amado, de lo que creemos ver en el otro y de lo que hay en realidad. Habla también, por tanto, de separaciones, de desencuentros, de desilusión y de fracaso. Esta historia de personajes que se enamoran con y sin correspondencia, con o sin posibilidades de lograr el afecto de quien desean, está estructurada, de forma muy inteligente, a través de dos voces narrativas alternas: la de Claudio, el hombre enfermizamente ordenado que pone constantes barreras al sentimiento, y la de Cecilia, la joven solitaria aficionada a los cementerios. El lector sospecha pronto que estas dos líneas que en principio discurren separadas por la distancia que media entre Nueva York y París están destinadas a confluir en algún momento. Y a medida que avanza la novela ―o al menos así le sucedió a esta lectora―, la sensación de familiaridad que producen estos dos protagonistas trazados de forma sabia y demorada, su profunda humanidad, crean en el que sigue sus pasos la impresión de ser un tercer hilo en el entramado de la historia. Yo me he sentido con frecuencia identificada con los gustos, aficiones, actitudes y manías de estos dos seres a los que he llegado a conocer como si fueran de carne y hueso y vivieran en mi entorno; es más, me parece factible la posibilidad de que Claudio llame a mi puerta para pedirme con gélida cortesía que modere el ruido de mi televisor, o de cruzarme con Cecilia paseando plácidamente por los senderos de un cementerio.

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