CONTRASTES
Hace
unos días fui al Museo Arqueológico de Madrid con mis alumnos de 1º de ESO. O para ser más precisos: yo era la encargada de hacer el recorrido con mis alumnos una vez en
el museo, pero hasta allí se movilizó un autobús de los grandes cargado de
chiquillos de distintos grupos, incluidos algunos de educación especial. No es
la primera vez que participo en esta actividad, que todos los años viene
cargada de anécdotas variadas (problemas con el número de entradas solicitadas,
que por alguna extraña razón nunca coincide con el número real de alumnos que
se personan en el museo el día de autos; comentarios idénticos de los chavales
que invariablemente se producen frente a determinadas piezas, generación tras
generación; llamadas de atención de los vigilantes, alguno de los cuales
manifiesta amablemente su admiración por la labor de los que nos encargamos de
movilizar a semejante tropa…). Pero nunca olvidaré mi visita al museo del 26 de
febrero de este 2015 que avanza ya por su primer tercio con más rapidez de la
prevista.
Ya
alguna vez he manifestado en este espacio la profunda admiración que siento por
algunos de mis compañeros de profesión. No hablo en abstracto, refiriéndome a
ese modelo ideal de profesor que todos tenemos en la cabeza: me refiero a
personas bien concretas, con las que me codeo a diario en un ambiente de
trabajo que nos depara muchas alegrías pero también frecuentes dificultades. No
es fácil dar clase en mi instituto. No había más que echarle un vistazo al
plantel de alumnos con los que nos desplazamos al Arqueológico el pasado
jueves: junto a chicos educados y receptivos, encantados de ver cosas y que
celebraban con exclamaciones, a su infantil manera, la presencia de una momia
en el interior de un sarcófago, había un buen número de alumnos incapaces de
comunicarse sino a gritos y con los que el máximo triunfo era conseguir que no
corrieran por las salas despertando la alarma de celadores y visitantes. Yo
tuve la suerte de ir acompañada por un grupo del primer tipo. Apuntaron datos en
sus cuadernos, se asomaron con ansia a las vitrinas, en alguna ocasión
acercándose al cristal con excesivo ―y peligroso― ímpetu. Su máximo pecado fue
reírse sin motivo y avanzar por las plácidas salas dando saltitos, como salidos
de una serie de animación japonesa. Son unos alumnos maravillosos y a mí estar
con ellos me parece un privilegio.
Mientras
yo deambulaba por varias plantas del museo rodeada por estos pequeños curiosos
e inquietos, otra compañera hacía el recorrido en sentido inverso, guiando a un
grupo de muchachos que probablemente veían un museo por primera vez y a los que
todo les resultaba grande y ajeno. Es muy difícil conseguir que chicos así se
comporten: gritan, se empujan, tienen serios problemas para concentrar su
atención en algo que no sea el compañero que les gusta, les molesta o les hace
reír. El recorrido de esta compañera y el mío fueron idénticos en cuanto a
duración, pero estuvieron a años luz en cuanto a esfuerzo. Cuando nos reunimos
en la salida, resultó que mis alumnos habían completado con bastante éxito el
cuestionario que les habíamos entregado al entrar. De los suyos, sólo uno se
había tomado la molestia. Eso sí, alguno lo había utilizado para elaborar un
contundente objeto terminado en punta, de dudosa finalidad, que tal vez dentro
de unos cuantos milenios podría exhibirse en una vitrina como las que
acabábamos de ver. El contraste entre esta compañera y yo era profundo: yo
tenía una sonrisa de oreja a oreja y a ella se la veía exhausta. Y sin embargo,
tuve la sensación de que la labor que ella acababa de realizar era mucho más
importante que la mía. Había abierto una rendija a la cultura ―muy pequeña, es
verdad, pero rendija al fin y al cabo― a personas que tal vez no tendrían
muchas oportunidades semejantes en su vida.
Pero
hasta aquí no hay nada distinto a lo sucedido otros años en similares
circunstancias. Lo que hace especial esta visita al Museo Arqueológico es que
esa noche, al darle un repaso a la prensa diaria en Internet, me encontré con
la terrible noticia del ataque al Museo de Mosul por parte de miembros del
Estado Islámico. No he querido ver el vídeo que circula por la red; en la
imagen congelada que aparece en el enlace se ve a un par de energúmenos
emprendiéndola a mazazos con una estatua derribada de su pedestal. Esculturas y
relieves asirios y acadios, de miles de años de antigüedad. No voy a añadir
nada más porque mi opinión no es importante y no aporta nada a las voces que ya
han clamado en contra de este acto de barbarie. Uno más. Sólo diré que estos
seres con los que me cuesta reconocer parentesco alguno sacan lo peor que hay
en mí. Prefiero rumiar lo que me inspiran y no dejarlo por escrito.
Pero
volvamos a lo que esa misma mañana me ofreció esa jornada de contrastes. Cuando
iba por las salas del Arqueológico seguida por una ristra de chiquillos y
enarbolando, en lugar de la preceptiva flauta del personaje del cuento, un
plano del museo, me crucé en varias ocasiones con personas en situación semejante,
escoltadas por niños de distintas edades, con o sin uniforme, más o menos
bulliciosos, en fila o en moderado desorden. Dos maestras muy jóvenes llevaban
un encantador grupito de pequeñajos de tres o cuatro años que avanzaban en
parejas y a los que sentaban en semicírculo frente a las piezas sobre las que
querían llamar su atención. Cada vez que me cruzaba con uno de estos compañeros
de tarea, nuestras miradas se encontraban en un gesto de reconocimiento. Afortunadamente, en un día tan aciago para la
cultura y la civilización, tuve la suerte de cruzar mis pasos con un buen grupo
de personas que me hicieron sentirme acompañada.
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