LOS CUADROS DE ENERO (2015)
Con frecuencia la
literatura se convierte en una fuente de conocimiento de obras artísticas. Ya
en alguna ocasión he comentado la alegría que me produce descubrir a un pintor
o un fotógrafo por medio de la imagen usada en la cubierta de un libro. En el
caso al que me voy a referir hoy, dicha imagen guarda además una estrecha
relación con el contenido de la obra a la que precede. Hace unos días, recibí
el regalo de una novela de una autora para mí desconocida: El jilguero, de la escritora estadounidense Donna Tartt. Fue toda
una sorpresa, a pesar de que se trata de una obra galardonada con el premio
Pulitzer y que, en consecuencia, ha gozado de repercusión en los medios en los
últimos meses. Pero nada de esto me resulta tan atrayente como la imagen que
aparece en la cubierta del libro: la frágil figurilla de un pájaro pintada con
la precisión y esmero de los viejos maestros. El pintor holandés Carel
Fabritius (1622-1654), autor de El
jilguero atado, desarrolló su breve carrera a la sombra de dos monstruos de
la pintura, ya que fue discípulo de Rembrandt y maestro de Vermeer. Nos ha
dejado cuadros que denotan una notable pericia, pero ninguno en mi opinión tan
extraordinario en su sencillez como esta conmovedora plasmación de un ave en su
cautiverio. Es un ejemplo claro de cómo una obra sin pretensiones puede
alcanzar una enorme trascendencia. El artista ha operado por reducción: ha
elegido el más humilde de los temas y ha simplificado el entorno, reduciéndolo
a un muro blanco sobre el que la figura del protagonista, trazada con cuidado y
delicadeza, encuentra su máximo realce. Y sin embargo ―o gracias a todo ello―
el cuadro produce una impresión inolvidable en el que lo contempla. Yo no
dudaría en calificar de retrato esta imagen del jilguero que mira directamente
hacia nosotros, haciéndonos sentir todo el peso de su prisión y su soledad.
Siguiendo el gusto por el
arte japonés tan extendido en su época, el pintor holandés George Hendrik
Breitner (1857-1923) nos ha dejado varios cuadros en los que recrea momentos de
intimidad de mujeres ataviadas con trajes de reminiscencias orientales. Entre
todos ellos, me atrae especialmente éste, que es uno de los dos bautizados con
el título de El pendiente. La
influencia japonesa se deja sentir no sólo en el kimono que viste la modelo,
sino también en el biombo y su delicada decoración floral. La estilización de
la figura femenina, a juego con la verticalidad de los paneles que se
despliegan a su izquierda, añade un punto de elegancia a esta composición
sobria y exquisita. Breitner gustaba considerarse a sí mismo como un pintor del
pueblo: reflejó incansablemente entornos urbanos y eligió a los modelos de sus
cuadros entre las clases populares. Estos retratos de mujeres anónimas que se
arreglan, leen o dormitan en la soledad de sus habitaciones son un oasis
decorativo en medio de una obra mucho más comprometida con la realidad. Aun
así, hay algo en la protagonista de este cuadro, en el rostro nada idealizado
que se asoma a través del espejo, en los colores terrosos que dominan el
conjunto, que ancla profundamente la escena al mundo real. Se cree que esta
presencia de los ocres y los sepias es una herencia de los tonos que imperaban
por aquel entonces en la fotografía, arte nuevo que gozó de la predilección de
Breitner. A mí me gusta pensar que algo de su temperamento de hombre con los
pies asentados en el suelo se transmitía al color de su paleta, incluso en sus
obras más destinadas al mero deleite formal.
Como llevo varios días
esperando infructuosamente una nevada, acudo al consuelo de la pintura. Y no es
un mal consuelo. Abundan los artistas que han reflejado en sus lienzos la
belleza del manto blanco capaz de ocultar ciertos aspectos de la realidad y
crear un escenario nuevo, hermoso y transitorio. Es el caso del pintor español
contemporáneo Francisco J. Castro, autor de numerosas acuarelas que tienen la
nieve como tema central, como ésta, cuyo título nos da idea de su pertenencia a
una serie: Paisaje de invierno XI.
Castro es un artista delicado y sobrio, que compone sus cuadros con los
elementos imprescindibles, en un intento de captar la esencia del mundo físico.
Este proceso de simplificación llega a su extremo en sus acuarelas sobre
paisajes invernales, en las que no representa las formas semicubiertas y
embellecidas por la nieve, sino que ésta tiene un papel protagonista por sí
misma y ocupa con frecuencia gran parte de la superficie del cuadro. A mí me
gusta especialmente la composición de este paisaje que hace el número XI de la
serie, con ese corte transversal que interrumpe la blancura absoluta para dar
paso a una fila de árboles con las ramas al aire, tristes en su desolación
invernal. Estos árboles sin hojas que se pierden en el horizonte tienen algo de
la solemnidad de los grandes cementerios en los que cientos de cruces idénticas
marcan otros tantos finales para los que no cabe esperar, como aquí, el remedio
de la lejana primavera.
El pintor e ilustrador
británico Charles H. M. Kerr (1858-1907) toma como punto de partida una modelo
y un tema de los habituales en su pintura para crear la que en principio
debería ser una más de sus plácidas plasmaciones de la vida burguesa de su
tiempo. Y, sin embargo, este cuadro titulado La visita me produjo una notoria inquietud desde que lo vi por primera
vez. La verticalidad del formato, que acentúa la estilización de la figura
femenina, así como la rotunda utilización del color negro y el contraluz que
difumina los rasgos de la recién llegada, rodean de misterio a esta visitante
que irrumpe en una estancia en la que el pintor, sabiamente, nos ha colocado a
los que contemplamos el cuadro. Cada uno de nosotros nos convertimos así en
habitantes de un mundo privado cuya tranquilidad se quiebra por una presencia
inesperada. No hay nada amenazador en la actitud de esta invitada, en el gesto
delicado con que se abre paso hacia nosotros, ni mucho menos en el agradable
rostro cubierto por el velo del sombrero y, sin embargo, la aparición de esta
figura enlutada que entreabre las cortinas de nuestra habitación parece el
preludio de una mala noticia que rasgará definitivamente la apacible soledad en
la que nos encontramos.
Qué preciosa entrada!
ResponderEliminarNo me extraña que te cautivara la cubierta del libro, título que me apunto también. Es muy gratificante descubrir las maravillas que han pintado tantos artistas.
Es una tarea gratificante e inagotable. Cuando comencé la sección de "El cuadro de la semana" hace cuatro años no pensé que podría llegar tan lejos comentando cada siete días una obra que atrajera mi atención. Me equivoqué: siempre encuentro alguna. Da vértigo pensar la cantidad de maravillas que le quedan a uno por descubrir.
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