LECTURAS DEL PASADO VERANO (2014)

«Nuestros autores preferidos son no los que nos cuentan cosas sorprendentes o desconocidas, sino los que explican con palabras aquello que nosotros nos habíamos limitado a sentir», afirma Antonio Muñoz Molina en el primero de los ensayos sobre literatura que se reúnen en este volumen de título conciso y afortunado. Y es eso precisamente lo que experimento leyendo las reflexiones sobre la escritura de este autor que me gusta como novelista pero que me gusta todavía más cuando busca en su experiencia, cuando exhibe los mecanismos de su ficción o pasea su lúcida mirada sobre creaciones ajenas. Leer esta obra de Muñoz Molina está representando para mí encontrarme con mis propias ideas sobre el acto de escribir expuestas con la mejor de las formulaciones. De dónde surgen las historias, cómo se crean los personajes, la elección de la voz narrativa, qué parte de lector hay en todo el que escribe. Los textos de diverso origen que componen este conjunto ―conferencias, artículos, discursos― proporcionan una lectura fluida y llena de contenido; su título, extraído de una cita de Paul Theroux sobre la ficción, podría aplicarse también a la acción de enfrentarse a ellos: en efecto, leerlos es una pura alegría.

La penúltima aventura hasta la fecha del comisario Brunetti es una novela de crímenes en la que, al menos en su mayor parte, parece no haber crimen alguno. O, más bien, que nos obliga a revisar nuestro concepto del crimen. Sensible y atento como siempre al lado humano de los casos, Brunetti se fija gracias a una llamada de atención de su esposa en la muerte accidental de un hombre disminuido que trabaja en una tintorería cerca de su casa. La desaparición de este individuo discreto, cuya presencia muda ha pasado durante años inadvertida para todos, lleva al comisario a compensar esa larga indiferencia y a iniciar una investigación en la que descubre algo sorprendente: no hay rastro legal alguno de este hombre que ha vivido durante más de cuarenta años en el doble aislamiento de su sordera y su deficiencia psíquica. Esta novela de Donna Leon tiene un ritmo lento y demorado, y es en realidad una reflexión sobre la insolidaridad y el desinterés hacia los que nos rodean. Hay maneras distintas de matar a una persona. La más inocua es no reparar siquiera en su existencia.

«Hic sunt dracones» es una expresión que se emplea para referirse a territorios desconocidos, derivada de la costumbre de la antigüedad de dibujar en los mapas serpientes marinas y criaturas mitológicas en las zonas cuya geografía no se podía aún precisar. En parecidos territorios inexplorados se adentra Fernando León de Aranoa en su primera incursión en la narrativa, que ha bautizado con acierto con una traducción libre de la frase latina: “Aquí yacen dragones”. Y en efecto, en los más de cien relatos breves que componen el libro, el lector se encuentra con que la realidad tiene más caras de las que sospechaba, con que en medio de lo cotidiano se abren grietas inesperadas que conectan con el lado sorprendente, mágico, de la vida. En esta colección de textos que van desde el destello poético hasta el cuento más convencional, pasando por el microrrelato, uno puede encontrarse con personajes que saltan de historia en historia, con textos repetidos cuya segunda lectura conducirá inevitablemente a una catástrofe. Por doquier relucen las ideas originales, líricas, divertidas. El absurdo, el juego y el compromiso se dan la mano en este libro brillante, de imaginación inagotable. Los que conocíamos a León de Aranoa como autor de un cine apegado a la realidad no podemos sino sorprendernos ante este despliegue de fantasía. Pero no nos engañemos: en el fondo de la idea más delirante yace, como los dragones del título, una llamada de atención sobre los peligros que acechan a la condición humana.

Este es mi primer contacto con la obra de Benjamin Black, heterónimo adoptado por el escritor irlandés John Banville para su faceta de autor de novela negra. La trama de Venganza se abre con una situación sorprendente que no revelaré aquí por no quitarle al posible lector el placer de lo inesperado. Solo diré que la escena inicial sacudió mi plácida posición de lectora veraniega y me enganchó de forma irresistible a la historia de estas dos familias enlazadas por una intrincada red de sentimientos e intereses y de los dos investigadores que pretenden desenredar semejante embrollo. A partir de una muerte inexplicable, el novelista despliega un abanico de motivaciones y comportamientos humanos, y lo hace con una precisión y una profundidad deslumbrantes. La novela está construida a base de una sucesión de puntos de vista distintos sobre los hechos que se intentan desvelar. Esposas, padres, hijos, amantes de las víctimas y de los investigadores: cada nuevo personaje toma el relevo del anterior para hacer avanzar la trama desde su perspectiva y añadir así un matiz más a este complejo panorama que es, más que la resolución de un misterio, el análisis de las difíciles relaciones personales y de la multiplicidad de posiciones posibles frente a la misma realidad. E intentando poner en orden el rompecabezas, el inefable inspector Hackett y su ayudante, el forense Quirke, dos tipos antagónicos que se complementan: hogareño y de gustos sencillos el uno, de vida desordenada y seductor a su pesar el otro. Una pareja de las clásicas.

Algunos de los mejores relatos que he leído nunca los firma este narrador elegante, agudo y de mirada nada complaciente sobre la condición humana. Ahora por fin tengo tiempo para abordar estos Cuentos completos que llevan meses aguardando en mi estantería el momento oportuno para su lectura. Por alguna razón, me parecía inadecuada una época de prisas, rica en ocupaciones, para afrontar estas calas sucesivas en la naturaleza del hombre, en sus dificultades a la hora de descifrar la realidad y hacerle frente. Los relatos de Graham Greene están con frecuencia protagonizados por niños que no entienden el mundo adulto o, por el contrario, que habitan un mundo propio con unas reglas que los adultos no saben interpretar. También por gente que inventa y engaña, que cubre con capas y capas la realidad hasta volverla irreconocible. Los héroes de estas historias de Greene se observan e intentan conocerse, se guardan secretos, llenan con la imaginación los vacíos que no pueden completar con la experiencia, se equivocan casi siempre. El universo narrativo de este autor es así un laberinto en el que los personajes caminan perdidos, esperando una chispa que ilumine su oscuridad. Afirma Greene en el prólogo a esta recopilación que «para el novelista el cuento es a menudo una manera de huir: es la huida de tener que convivir durante incontables años con otro personaje, de contagiarse sus celos, su mediocridad, sus sucios trucos de pensamiento y sus traiciones». Frente a la esclavitud que supone escribir una novela, la libertad que otorga el relato al escritor para que pueda saltar velozmente de vida en vida. Esta recopilación de huidas sucesivas de Greene nos proporciona también a los lectores la oportunidad de pasar con ligereza de un destino a otro, de sorprender a sus protagonistas en el momento revelador de sus trayectorias, el que les ayuda a dar sentido a su vida o los condena de forma irreversible al desconcierto.

Una novela negra puede ser muchas cosas. Es un estupendo vehículo para bucear en nuestras regiones más escondidas, en las pasiones e impulsos que nadie confesaría en público. Sirve también para trazar un retrato de una época, una sociedad, unas costumbres o un grupo humano concreto. O puede ser un brillante juguete intelectual, un reto lanzado al lector que permite al novelista desplegar todas sus dotes de prestidigitador. En esa línea se sitúa John Verdon con su primera novela, traducida al castellano como Sé lo que estás pensando, pero cuyo título original ―quizá menos efectista, pero más ajustado a la trama― es Piensa un número. David Gurney, un detective retirado que intenta en vano llevar una vida apacible en contacto con la naturaleza, es requerido por un antiguo compañero de universidad para que le ayude con un enigma en apariencia irresoluble: ha recibido una carta amenazadora de un remitente anónimo que afirma conocer hasta sus más íntimos pensamientos. Para demostrárselo, le pide que piense en un número entre el uno y el mil y que después abra un pequeño sobre que acompaña a la misiva. Cuando el receptor lo hace, se encuentra con que en dicho sobre está escrito precisamente el número en el que ha pensado. Basta este sorprendente planteamiento para que el lector quede enganchado en una historia de misterios imposibles que se resuelven con el más puro razonamiento lógico. Y también en otra trama paralela, la del viaje al interior del detective Gurney, un hombre que toda la vida ha acudido a la frialdad del pensamiento racional para esquivar a los dolorosos fantasmas de su pasado.

«El mar limpia, oxigena, el pantano pudre». En esta contundente afirmación del protagonista de En la orilla se recoge la esencia de una historia terrible. La última novela de Chirbes es una bajada a todos los infiernos posibles de nuestra realidad más inmediata: el de la vejez y la enfermedad, el de la ingratitud filial, el de la deshonestidad y los intereses más cicateros. Sus personajes se mueven por razones mezquinas o por la más cruda necesidad; no aman, o si lo hacen sólo reciben a cambio deslealtad o indiferencia. El marco que los rodea nos es de sobra conocido y por ello nos escuece especialmente: la corrupción inmobiliaria y su consiguiente debacle, que traen consigo la salida a la luz de actividades trapaceras, el derrumbe de los grandes implicados y la miseria de los pequeños. Con su mirada implacable y su pluma milagrosa, Chirbes opera como el naturalista que levanta una piedra del campo y observa con atención los insectos que bajo ella se esconden. Apenas hay un destello de piedad en este repaso suyo a lo más crudo de la condición humana, realizado a través de la sucesión de las voces de distintos personajes, en un ejercicio prodigioso de asunción de perspectivas ajenas. El novelista se transmuta en el anciano descorazonado que lo pierde todo con las crisis, pero también en la muchacha colombiana primaria y dulzona, en el operario marroquí que lucha por adaptarse, en el trabajador en paro que se pelea a diario con su propia humillación, en la señora sencilla que encuentra todo su consuelo en la comunicación con su perrito. Esta novela hay que leerla de un tirón por varias razones: porque cuesta escapar del hechizo feroz de sus palabras y porque atravesar sus páginas es un duro tránsito que es mejor no demorar, un viaje peligroso por aguas tan estancadas e insalubres como las del pantano que es el escenario principal de la historia.

Este libro de género inclasificable tuvo un nacimiento azaroso. En principio debía ser un prólogo para el diario que escribió Marie Curie a la muerte de su esposo, estremecedor testimonio del luto y de la búsqueda de razones para seguir adelante de un temperamento tan apasionado para enfrentarse a las dificultades como para sumirse en el más profundo desaliento. Pero dicho encargo dejaba un margen de libertad que Rosa Montero supo aprovechar. Afectada ella mismo por la reciente pérdida de su marido, escribió una reflexión sobre el duelo y el dolor, sobre la forma de encajar la muerte, pero también sobre la belleza de la vida, y dicha reflexión alcanzó tal entidad que el diario de la famosa científica acabó convirtiéndose en su apéndice. Por las páginas de este texto que mezcla rasgos de géneros diversos (hay en él abundantes elementos biográficos, pero también consideraciones generales, así como recuerdos y opiniones de la autora) desfilan las figuras de sus protagonistas, Marie y Pierre Curie, de sus hijas, de sus amigos y de los científicos contemporáneos, pero también las de la propia Rosa Montero y su marido Pablo, personaje en la sombra y auténtico motor de la emoción con que fluyen las palabras de la autora y de su identificación con la científica polaca. La ridícula idea de no volver a verte está escrito en un tono conversacional, cotidiano, vehemente a veces y lírico otras, salpicado constantemente de notas de humor. La autora juega con gracia y habilidad su doble papel, el de testigo agudo y comprensivo de una trayectoria vital no por conocida menos susceptible de interpretaciones, y la de amiga que pone en común con el lector sus confidencias, sus temores, su pena y su alegría de vivir.

En 1960, John Steinbeck se dio cuenta de que llevaba más de dos décadas sin viajar por su país y de que su condición de cronista de la realidad social de su época se apoyaba más en recuerdos remotos que en una vivencia directa de los nuevos tiempos. Steinbeck rondaba ya los sesenta años y estaba a sólo dos de que le concedieran el Premio Nobel de Literatura, pero era todo menos un escritor acomodado en su gloria. Acababa, además, de salir de una grave enfermedad y empezaba a ver cómo los primeros síntomas de la vejez minaban su poderosa naturaleza. En ese contexto, su plan de recorrer los Estados Unidos en una camioneta y con la única compañía de su perro adquiere una dimensión especial: se trata de un doble intento de no dar nada por sentado en su carrera literaria y de plantarle cara al deterioro de la edad. El proyecto tiene mucho de quijotesco y Steinbeck no es ajeno a ello cuando bautiza a su caravana con el nombre de “Rocinante”. A falta de un escudero, el escritor va escoltado en sus aventuras por Charley, un caniche de edad considerable, temperamento pacífico y modales de caballero. Esta singular pareja recorre un largo itinerario, atraviesa estados, se enfrenta a inclemencias meteorológicas y a problemas mecánicos, padece incomodidades y malestares físicos, contempla paisajes extraordinarios, dialoga mediante una intensa conexión que pasa por alto la pertenencia a especies tan distintas y entra en contacto con una amplia galería humana que encarna lo más profundo y esencial del pueblo estadounidense. Dueños de casas rodantes, camioneros, camareras, propietarios de hoteles, temporeros, comerciales, mecánicos y hasta un cómico ambulante: personajes variados que entablan conversación con el ilustre desconocido y le dejan una frase, un pensamiento, un rastro de vida sobre el que construir esta reflexión sobre su país y también sobre su propia trayectoria, sobre sus recuerdos, miedos y expectativas, que es Viajes con Charley.
Leer El tercer hombre es un curioso proceso de inmersión en los engranajes de la creación narrativa. No se trata de una novela surgida como tal, sino de un escalón intermedio subido por Graham Greene antes de lanzarse a cumplir el encargo de escribir el guión para una película. Pese a esa condición de paso previo, El tercer hombre dista mucho de ser un texto meramente funcional; sorprende, de hecho, el juego de perspectivas a través del cual el novelista hace progresar esta historia sobre el engaño y la apariencia: seguimos todo el rato los pasos del protagonista, un escritor de poca monta recién llegado a la Viena posterior a la Segunda Guerra Mundial, pero sin embargo la voz narrativa que nos lleva de la mano pertenece al policía que vigila a dicho personaje. Somos, pues, los perseguidores del perseguidor del protagonista, que a su vez deambula por una ciudad en ruinas a la caza de un enigma que se le escapa. Todo el mundo miente, todo el mundo oculta algo, en esta Viena dividida entre las potencias ganadoras de la guerra. Greene traza vigorosamente una trama que avanza veloz, a brochazos expresivos y contundentes. Iba a decir que el director Carol Reed se encargó de colorear este boceto en su película, pero para hablar con propiedad diré que rellenó sus huecos a base de las expresivas luces y sombras de la cámara de Robert Krasker, ganador del Oscar a la mejor fotografía en blanco y negro en 1950. No hay forma mejor de plasmar visualmente este mundo turbio, sombrío, de ruinas físicas y morales, que va descubriendo el protagonista en su búsqueda del misterioso tercer hombre que da título a la historia.

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